El fruto: cielo nuevo en una tierra nueva

Domingo 5º de Pascua

28 de abril de 2024

Primera lectura, Hechos de los Apóstoles 9,26-31: Entre tanto, las comunidades gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaría, pues se iban construyendo, progresaban en el respeto al Señor y crecían, alentadas por el Espíritu Santo.

Salmo 21,26b-28.30-32: …hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: todo lo que hizo el Señor.

Segunda lectura, 1ª Juan 3,18-24: Y éste es su mandamiento: que creamos en la condición de su Hijo, Jesús Mesías, y nos amemos unos a otros como él nos dejó mandado.

                                              Evangelio: Juan 15,1-8

     15 1Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador.

     2Todo sarmiento que en mí no produce fruto, lo corta, y a todo el que produce fruto lo limpia, para que dé más fruto.

        3Vosotros estáis y a limpios por el mensaje que os he comunicado. 4Seguid conmigo, que yo seguiré con vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí solo si no sigue en la vid, así tampoco vosotros si no seguís conmigo.

        5Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que sigue conmigo y yo con él, ése produce mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. 6Si uno no sigue conmigo, lo tiran fuera como al sarmiento y se seca; los recogen, los echan al fuego y se queman.

        7Si seguís conmigo y mis exigencias siguen entre vosotros, pedid lo que queráis, que se realizará. 8En esto se ha manifestado la gloria de mi Padre, en que hayáis comenzado a producir mucho fruto por haberos hecho discípulos míos.

El texto y un breve comentario de cada una de las lecturas de este domingo se podrán encontrar pulsando más arriba en los enlaces correspondientes. **** Comentario 1º:  El comentario que sigue está tomado de la página web “Llamados a ser libres” de Rafael J. García Avilés: www.rafaelj.net.

El fruto: cielo nuevo en una tierra nueva

     Jesús se presenta como la vid verdadera. Él y los suyos, los que mantienen su adhesión a él, son el verdadero pueblo de Dios. Formar parte de este pueblo no es título que sirva de orgullo, sino exigencia y compromiso: de mantener la fidelidad a Jesús, de crecer en el amor, de construir la comunidad y de servir al mundo para que -en cada uno de nosotros y en el universo entero- sea una realidad la nueva humanidad que nace con Jesús resucitado. Éste es el fruto, una nueva humanidad.

La viña del Señor

     En muchos pasajes del Antiguo Testamento (el más conocido quizá es el de Is 5,1-7) se compara al pueblo de Israel con una viña que Dios cuida con esmero y en la que, sin embargo, cuando va a buscar fruto sólo encuentra la mayoría de las veces, uvas amargas: violencia, injusticia, desprecio y abuso de los débiles, opresión: «La viña del Señor Todopoderoso es la casa de Israel, son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.» (Is 5,7)

     Jesús, en el evangelio (Mc 12,1-12 y par.), denuncia a los dirigentes de la religión judía haciéndolos responsables de este fracaso: ellos habían pretendido apropiarse de la viña del Señor, del pueblo de Dios. Quizá empezaron por decir que sólo estando con ellos se podía estar con Dios y que, por tanto, sólo dentro de su institución era posible conseguir la salvación. Y habían llegado a convertir la religión en un negocio que les proporcionaba enormes beneficios económicos, privilegios, honores y poder. De este modo habían conseguido que las instituciones religiosas fueran, más que un medio para encontrarse con Dios, un obstáculo para llegar a él, porque a aquellos jerarcas ni les importaba el pueblo ni les importaba Dios: sólo sus propios intereses, su prestigio, su poder. Su último crimen fue matar al heredero o, utilizando la imagen del evangelio del domingo pasado, para seguir explotando al rebaño, mataron y pretendieron suplantar al verdadero pastor.

     En la larga conversación que, según el evangelio de Juan, mantiene con sus discípulos después de la última cena, Jesús les advierte que tengan cuidado para que no se repita esa traición a Dios y a su pueblo y, al mismo tiempo, les da, o mejor, les recuerda una magnífica noticia: él no va a dejar este mundo. Él no va a abandonar a los suyos, se quedará con aquellos que decidan poner en práctica el mensaje que él, de parte del Padre, les ha ofrecido. Y allí donde él esté, estará la viña, el pueblo de Dios: «Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador».

Una primera limpieza

     La frase con la que comienza este evangelio nos habla de la necesidad de estar unidos a Jesús para que demos fruto y este sea verdaderamente bueno. Pero no debemos perder de vista que para que esa unión sea realmente eficaz, debe estar precedida por una exigencia previa que en este texto se describe con la imagen de la limpieza, de la poda.

     Es necesaria, en primer lugar, una limpieza inicial, que consiste en la ruptura con la injusticia de este mundo: «Vosotros estáis limpios por el mensaje que os he comunicado». El mensaje de Jesús no es sólo el proyecto de una nueva humanidad. Por serlo, es también crítica del presente, denuncia de la injusticia establecida como orden social (a la que Juan llama pecado o pecado del mundo). Para poder aceptar el mensaje que Jesús nos comunica hay que cortar primero con esa injusticia, hay que romper con un modo de vida que tiene como consecuencia la esterilidad y la muerte. Para estar unido a Jesús es necesario haber roto con todo aquello con lo que Jesús entró en conflicto: una religión que hacía a Dios enemigo del hombre, un ordenamiento político opresor del hombre, una economía asesina de las personas más débiles; es necesario haber dejado atrás el egoísmo, la ambición la complicidad con la injusticia, el desinterés por los semejantes.

     Pero el mundo este -este [des]orden- no va a dejar de buscarnos, de implicarnos en su sistema; y es posible que alguna vez los que ya estamos unidos a Jesús nos dejemos contaminar por sus valores, nos hagamos cómplices, en mayor o en menor grado de su injusticia… Porque el hecho de incorporarnos a Jesús no nos saca del mundo ni nos libra de sus influencias. Los atractivos que éste presenta pueden ir adhiriéndose a nosotros, a poco que nos descuidemos; por eso aquella primera ruptura debe renovarse permanentemente. Será necesaria, por tanto, una segunda y permanente limpieza, que también corresponde al Padre: él se encargará de que nada vuelva a contaminar su viña: «Todo sarmiento que en mí no produce fruto, lo corta, y a todo el que produce fruto lo limpia para que dé más fruto».

Yo soy la vid

     Los profetas, al denunciar los frutos amargos que ofrecía aquella viña, anunciaron también -este era, sin duda, su principal objetivo- que Dios volvería a ocuparse de aquella parcela y la restauraría en su antiguo esplendor; los que confiaron y mantuvieron firme su confianza en Dios pudieron ver no sólo cumplida sino superada esta esperanza. En la larga conversación que Jesús mantiene con sus discípulos después de la última cena, se presenta a sí mismo como la vid verdadera. Si el domingo pasado se presentaba como el modelo de dirigente, ahora se muestra como auténtico y verdadero pueblo de Dios: él y los que se mantengan unidos a él constituyen la nueva humanidad.

     La imagen del Antiguo Testamento se modifica ahora parcialmente: ahora no es una finca, no es una viña, sino una única planta, una sola cepa. También ésta representa al pueblo de Dios, al nuevo pueblo que nace de la misión y de la persona de Jesús; y ahora la relación de los miembros de este pueblo no es sólo la proximidad -no es la pertenencia a una nación, o a una raza, ni siquiera el compartir una misma cultura o el ser fieles de la misma religión- sino el compartir la misma vida, la que tiene su origen en Jesús. Y si la savia procede de tal tronco, los frutos no podrán ser amargos. El labrador sigue siendo el mismo, sólo que ahora su nombre es otro, “Padre”: «Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador».

     Desde ahora, allí donde esté Jesús, estará la viña, el pueblo de Dios. El acceso a Dios de los seguidores de Jesús no estará ya mediatizado por ningún tinglado humano, pues el Padre y Jesús vivirán allí donde se viva y se practique el amor: «Uno que me ama cumplirá mi mensaje y mi Padre le demostrará su amor: vendremos a él y nos quedaremos a vivir con él» (Jn 14,23). La prueba de que formamos parte del pueblo de Dios no será un papel, un documento, sino la justicia por la que luchamos, la vida que vivimos, el amor que compartimos.

Señales de comunión

     Que estamos unidos a -o en comunión con- Jesús se deberá notar fundamentalmente por dos cosas. La primera ya la hemos comentado: es haber quedado limpios por el mensaje. Si se quiere estar en comunión con Jesús no se puede estar en comunión con todo aquello que lo llevó a él a la muerte: el egoísmo y la riqueza, la ambición y el poder, el gusto por los honores y las desigualdades, el culto al dinero; es, por tanto, necesario que mantengamos una permanente vigilancia para que esos valores no nos contaminen.

     La segunda es dar fruto. Porque, por supuesto, el grupo de Jesús, las comunidades cristianas y la gran comunidad universal no son una realidad puramente espiritual ni una escuela de perfección individual: su vocación es ser un ámbito de libertad donde los hombres puedan vivir como hermanos, y su tarea ofrecer a toda La humanidad ese modo de vida como alternativa al modo de vivir que impone el orden este.

     Por eso Jesús quiere que se nos conozca y se nos reconozca como seguidores suyos; sólo así podremos dar el fruto que él espera de nosotros: vivir y proclamar su mensaje y así actuar como testigos ante los que aún no lo conocen ni a él ni al Padre, para que puedan llegar a conocerlo y a quererlo y, entrando en comunión con él y con todos los que participan de esta comunión, se incorporen a esa vid verdadera en la que, después de dejarse limpiar de los valores de este mundo mediante la aceptación del mensaje del evangelio, puede injertarse todo el que quiera trabajar para que todos los hombres vivamos como hermanos.

Estos son los frutos

     El fruto que Jesús espera de nosotros es, por tanto, una realidad que presenta dos aspectos distintos, uno es el crecimiento personal, el ir haciéndose cada vez más hijos de Dios mediante la práctica del amor fraterno; el otro es el crecimiento de la comunidad.

     El fruto es, en primer lugar, el amor; la fe en Jesús, el estar unido a él, tiene que traducirse y expresarse necesariamente en la práctica del amor sororal y fraterno: «Éste es su mandamiento: que creamos en la condición de su hijo, Jesús Mesías y nos amemos unos a otros como él nos dejó mandado». El fruto es el amor y todo lo que ese amor produce: relaciones fraternas que no nacen de leyes o de normas que se imponen desde fuera, sino que brotan de lo más profundo del corazón como respuesta al amor del Padre que nos permite ser hijos suyos y nos mantiene vitalmente unidos a su Hijo. Y que son también respuesta solidaria al amor de Jesús que entregó su vida para que pudiéramos vernos favorecidos por ese infinito cariño de Dios.

     Y el fruto será también una nueva humanidad, una comunidad en la que todo se ordena al bien de la persona humana que crece y se realiza -comunidad y persona- practicando y recibiendo amor. El fruto consiste, pues, en la construcción de la comunidad: «Las comunidades gozaban de paz… se iban construyendo, progresaban en la fidelidad al Señor y crecían alentadas por el Espíritu Santo». Es poner a caminar a la nueva humanidad que nace del costado del crucificado y de la fe en el resucitado: nueva humanidad que es como una gran familia que comparte el mismo alimento, que vive de la misma vida; una familia que, al tiempo que crece y se enriquece internamente, no está cerrada a nada ni a nadie, sino que ofrece sus frutos dispuesta a compartirlos con quienes estén dispuestos a alimentarse de ellos.

     El fruto, en este sentido, es el servicio a los hermanos y -con los hermanos- el servicio a la humanidad, especialmente a los más desfavorecidos por ese orden injusto y pecador del que Jesús nos vino a salvar ofreciéndonos una alternativa conforme al designio del Padre. El fruto consiste en ser cada vez más esa persona nueva de la que Jesús es modelo y empujar a nuestro mundo para que llegue a ser el cielo nuevo y la tierra nueva que ya había anunciado el profeta Isaías (65,17) y que ya ha empezado a existir (Ap 21,1).

Comentario 2º
 
Tomado de: Juan Mateos – Juan Barreto, Juan, Texto y comentario.

La comunidad en expansión

Empieza en esta perícopa la instrucción de Jesús sobre la identidad y situación de la comunidad en medio del mundo. La comunidad humana nueva que él funda es el verdadero pueblo de Dios, por oposición al antiguo. Su identidad le viene de la unión con Jesús, que le comunica incesantemente el Espíritu, y el fruto de su actividad depende de ella.

1-2 «Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no produce fruto, lo corta, y a todo el que produce fruto lo limpia, para que dé más fruto».

En varios pasajes del AT, la vid o viña es el símbolo de Israel como pueblo de Dios (Sal 80,9; Is 5,1-7; Jr 2,21; Ez 19,10-12). La afirmación de Jesús se contrapone a esos textos; no hay más pueblo de Dios (vid y sar­mientos) que la nueva humanidad que se construye a partir de él (la vid verdadera, cf. 1,9: la luz verdadera; 6,32: el verdadero pan del cielo). Como en el AT, es Dios, a quien Jesús llama su Padre, quien ha plantado y cuida esta vid.

Advertencia severa de Jesús, que define la misión de la comunidad. Él no ha creado un círculo cerrado, sino un grupo en expansión: todo miembro tiene un crecimiento que efectuar y una misión que cumplir. El fruto es el hombre nuevo, que se va realizando, en intensidad, en cada individuo y en la comunidad (crecimiento, maduración), y, en extensión, por la propagación del mensaje, en los de fuera (nuevo nacimiento). La actividad, expresión del dinamismo del Espíritu, es la condición para que el hombre nuevo exista.

El sarmiento no produce fruto cuando no responde a la vida que recibe y no la comunica a otros. El Padre, que cuida de la viña, lo corta: es un sarmiento que no pertenece a la vid.

En la alegoría,  la sentencia toma el aspecto de poda. Pero esa sentencia no es más que el refrendo de la que el hombre mismo se ha dado: al negarse a amar y no hacer caso al Hijo, se coloca en la zona de la reprobación de Dios (3,36). El sarmiento que no da fruto es aquel que pertenece a la comunidad, pero no responde al Espíritu; el que come el pan, pero no se asimila a Jesús.

Quien practica el amor tiene que seguir un proceso ascendente, un desarrollo, hecho posible por la limpia que el Padre hace. Con ella elimina fac­tores de muerte, haciendo que el discípulo sea cada vez más auténtico y más libre, y aumente así su capacidad de entrega y su eficacia. Pretende acrecentar el fruto: en el discípulo, fruto de madurez; en otros,  fruto de nueva humanidad.

3-4 «Vosotros estáis ya limpios por el mensaje que os he comunicado. Seguid conmigo, que yo seguiré con vos­otros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí solo si no sigue en la vid, así tampoco vosotros si no se­guís conmigo».

Hay una limpieza inicial (cf. 13,10) y otra sucesiva, para el creci­miento. Sintetizando datos, la limpieza o purificación inicial la produce la op­ción por el mensaje de Jesús, que es el del amor. Este separa del mundo injusto y quita, por tanto, el pecado (1,29). Cuando el mensaje se hace práctica en la vida del discípulo, la actividad del amor va profundizando la purificación. Según el significado de “limpio/puro”, sólo quien practica el amor a los demás agrada a Dios; y ése no sólo tendrá acceso al Padre, sino que el Padre vendrá a habitar con él  (cf. 14,23: vendremos a él…).

Jesús exhorta a sus discípulos a renovar su adhesión a él, mirando al fruto que han de producir. La unión con Jesús no es algo automático ni ritual, pide la decisión del hombre; y a la iniciativa del discípulo responde la fidelidad de Jesús (yo me quedaré con vosotros). Esta unión mutua entre Jesús y los suyos, vistos aquí como grupo, es la condición para la existencia de la comunidad, para su crecimiento y para que produzca fruto. Los discípulos no tendrán verdadero amor al hombre sin el amor a Jesús (14,15), y sin amor al hombre no hay fruto posible.

El sarmiento no tiene vida propia y, por tanto, no puede dar fruto de por sí; necesita la savia, es decir, el Espíritu comunicado por Jesús. Interrumpir la relación con él significa cortarse de la fuente de la vida y reducirse a la esterilidad.

5-6 «Yo soy la vid; vosotros, los sarmientos. El que sigue conmigo y yo con él, ése produce mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si uno no sigue conmigo, lo tiran fuera como al sarmiento y se seca; los recogen, los echan al fuego y se queman».

Repite Jesús su afirmación primera, ahora en relación no con el Padre, sino con los discípulos. Entre él y los suyos existe una unión íntima; la misma vida circ­ula en él y en ellos, gracias a la asi­milación a él (6,56: comer su carne y beber su sangre).

El fruto de que se hablaba antes se especifica ahora como mucho fruto (cf. 12,24). Éste está en función de la unión con él, de quien fluye la vida. Sin estar unido a Jesús, el discípulo no puede comunicarla (sin mí no podéis hacer nada).

Pasa Jesús a considerar el caso contrario, la falta de respuesta. El porvenir del que sale de la comunidad por falta de amor es “secarse”, es decir, carecer de vida. El final es la destrucción (los echan al fuego y se queman). La muerte en vida acaba en la muerte definitiva.

7-8 «Si seguís conmigo y mis exigencias siguen entre vosotros, pedid lo que queráis, que se realizará. En esto se ha manifestado la gloria de mi Padre, en que hayáis comenzado a producir mucho fruto por haberos hecho discí­pulos míos».

Sigue el tema de la fecundidad. La respuesta a las exigencias concretas del amor crea el ambiente de la comunidad (entre vosotros, cf. 5,38). Jesús se hace colaborador en la tarea de los suyos, sin límite alguno (lo que queráis). La sintonía con Jesús, creada por el compromiso en favor del hombre, establece su colaboración activa con los suyos. Pedir signi­fica afirmar la unión con Jesús y reconocer que la potencia de vida pro­cede de él.

La gloria, que es el amor del Padre, se manifiesta en la actividad de los discípulos, que trabajan en favor de los hombres. Esta afirmación pone el dicho en el contexto de las comunidades posteriores.

Síntesis: La existencia de la humanidad nueva en medio de la sociedad injusta no depende de una institución, sino de la participación de la vida de Jesús. Él crea la alternativa al mundo opresor: la sociedad del amor mutuo, expresión de la vida y ambiente de la libertad, que trabaja por incluir a la humanidad entera.

Cada miembro de la comunidad está llamado a producir fruto, que tiene un doble aspecto inse­parable: el crecimiento personal y comunitario y la expansión de la vida en la humanidad. Pero la misión del cristiano no es algo externo y añadido, sino el dinamismo de una experiencia que busca comunicarse. La unión con Jesús y el Espíritu que él infunde lle­van necesariamente a la actividad


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