Jesús, maestro de familia, no insiste en la autoridad del padre, ni en la maternidad de la madre, ni en su buen “matrimonio” en si mismo, sino en el cuidado, curacion y educación de los niños, no sólo en la casa familiar, sino en la calle, como tarea y deber primero de la iglesia.
Así lo muestran las reflexiones que siguen, tomadas de Marcos (Verbo Divino, Estella 2012) y de La Familia en la Biblia (Verbo Divino, Estella 2014)

Imagen 1. Cuadro clásico de la pintora Angelika Kauffmann (1741-1807). Cornelia, madre de los Gracos. La imagen de la madre de los gracos, tribunos del pueblo, que quisieron justicia para todos los romanos, pero fueron aplastados por los ricos senadores, que sólo buscaban su poder, está en el fondo del programa de este curso (imagen 2). Los gracos fueron precursores de Jesús.
Introducción
Jesús se ha preocupado mucho por la familia, pero no ha insistido en la fecundidad de la mujer (en su tarea de madre),ni ha retomado que se sepa el primer mandamiento de Gen 1, 27: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra…». Tampoco ha valorado la buena genealogía, esencial en las familias puras de Israel, sino que ha insistido en el valor y dignidad de los excluidos sociales, con quienes ha querido formar la nueva familia mesiánica del Reino. Desde ese fondo ha centrado su atención en los niños.

A Jesús le interesan los niños en sí, y, de un modo muy especial, los más necesitados de ayuda o acogida, no los niños de buen padre, o de familia bien estructurada, sino de un modo particular aquellos que corren el riesgo de ser manipulados y destruidos por sus mismos padres y por la misma sociedad, por aquellos que no tienen un espacio vital (familiar, social) para desarrollarse en libertad, como humanos. En principio, él no se ocupa de los niños como posibles cristianos, sino simplemente como humanos. El mensaje de Jesús sobre los niños ha de entenderse desde su proyecto general de Reino (tal como se desarrolla en el evangelio) y desde la situación actual de la familia (en España, Argentina o Brasil, en México, Italia, Camerún, USA, la India china).
– Por un lado, parece que (según Jesús) este mundo acaba, dentro de la gran amenaza apocalíptica de la llegada del Reino, de manera que no importaría mucho ocuparse de los niños, pues, como dice Pablo ¡los casados vivan como si no lo estuvieran! (cf. 1 Cor 7, 29.32).
– Sin embargo, dentro de este mundo que parecía (y parece) maduro para la destrucción, a Jesús le importaban los niños, por encima de todo, tanto en familia como fuera de ella, viéndoles como promesa y verdad del Reino. Desde ese fondo quiero . (a) Niños en familia, curación.(b) Niños en la calle: Iglesia
‒ Niños en familia, tradición de los milagros. Marcos transmite en su breve evangelio una serie esencial de milagros sobre niños, poniendo de relieve la necesidad de conversión (transformación personal) de los padres, pues sólo si ellos cambian podrán cambiar los niños y curarse.
‒ Niños en comunidad, primeros en el Reino. Pero los niños no son sólo un “problema de los padres”, sino de la sociedad en su conjunto y, en especial, de la Iglesia, mirada desde la perspectiva de Jesús, que ha destacado en esa línea la exigencia de una transformación de la comunidad, para acoger a los niños,
- Niños en familia, tradición de los milagros. Curar a los padres, para que los niños vivan
Entre los milagros de Jesús según Marcos hay tres en la “suerte” y curación de los niños en familia. Leídos críticamente, los tres parecen haber sido re-elaborados por la Iglesia, pero no podrían haber sido recogidos y escritos de esta forma si ellos no reflejaran la visión de Jesús sobre la familia.
Estos milagros son distintos por su contexto y finalidad, pero los tres tienen un fondo común: La salud de los niños depende de los padres. Por eso, en esa línea, Jesús cura a los padres, creando en su evangelio una especie de “escuela de familia” para que los padres sepan cuidad-curar a los niños, y para que los niños vivan y maduren en humanidad. Precisamente cuando muchos dicen que el tiempo termina abre Jesús un futuro de vida a los niños.
En la segunda parte de este trabajo veremos que los niños son representantes de Jesús (presencia de su reino). Los ejemplos que pone Marcos y que aquí voy a desarrollar nos sitúan en centro del evangelio, desde una perspectiva judía (el archisinagogo y su hija), pagana (la sirofenicia y su hija) y universal (el padre del niño lunático, en la escena que sigue a la Transfiguración de Jesús). El relato de Marcos prescinde de detalles accesorios y nos sitúa ante tres casos (ejemplos) de niños que deben ser acogidos-cuidados-curados por sus mismos padres.
Significativamente dos casos tratan de niñas (con padre y/o con madre), y sólo el último de un niño. Ellos forman la “carta magna” o primera regla o norma del cuidado que los padres han de tener por sus hijos niños.

- El archisinagogo y su hija (Mc 5, 21-42)
Éste es el primer milagro de niños y padres en Marcos. Un milagro sorprendente, entretejido con toda la trama del evangelio, mirado desde la perspectiva de un judaísmo sinagogal que corre el riesgo de impedir que sus hijos (y en especial sus hijas) crezcan y vivan. Este “sinagogo” principal es un hombre importante del sistema socio-religioso de Israel, un modelo de padre de familia, pero tiene una hija enferma, y no encuentra manera de curarla y por eso acude a Jesús pidiéndole que vaya a curarla.
Jesús acepta la petición del archisinagogo, irá con él…, pero cuando comienza a caminar hacia su casa para curar a la niña, se interpone una hemorroisa (mujer condenada al aislamiento, por su flujo irregular de sangre) … dejándose tocar por ella, para que se cure.
El “milagro” de la hija de Jairo se vincula, en forma de sándwich o tríptico con la curación de esta hemorroisa que condenada a la soledad (sin hijos), mostrando así que ambos temas (niña que se niega a crecer y mujer que no puede engendrar), aunque distintos, se encuentran vinculados, y suponen (exigen) una nueva forma de entender y vivir la familia, de manera que quien debe cambiar desde el principio es el archisinagogo, responsable del “orden” (o desorden) de un tipo de familia israelita.
– La hemorroisa (Mc 5, 24-34) había vivido encerrada en su enfermedad durante doce años por flujo constante de sangre menstrual, de manera que no podía tener una familia íntima: casarse, engendrar, entablar relaciones sociales cercanas y afectivas.
– La una niña/adolescente, hija de archisinagogo, se niega a en una casa como la del archisinagogo, un hombre de la buena sociedad, posiblemente rico. Esta niña, de casa rica y “santa”, se nieva a vivir así, a asumir su “responsabilidad” personal en aquel tipo de familia que debía estar resguardado por el archisinagogo.
Parece que esta niña, hija del archisinagogo, no se atreve a recorrer la travesía de su feminidad (humanidad, a los doce años, primera menstruación) amenazada, dentro de su familia y de su entorno. No le han educado para una vida en libertad, no le han abierto posibilidades de maduración humana, en familia y sociedad. Es víctima de su condición de mujer, y parece sentirse condenada por el fuerte deseo de posesión de los varones (machos) y por la dura ley sacral de una sociedad que le convierte en víctima sumisa de las leyes de pureza y de los miedos, de los planes y violencias de otros (varones “maduros”, representantes de la ley de familia). Hasta ahora podía haber sido feliz, niña en la casa, hija de padres piadosos (sinagogos), resguardada y contenta en el mejor ambiente. Pero, al hacerse mujer, se descubre moneda de cambio, objeto de deseos, miedos, amenazas, represiones.
No necesita doce años de flujo irregular (como la hemorroisa) para sufrir su soledad, para sentir su impotencia, para que crezca en ella un intenso deseo de muerte. Le han bastado doce años de vida. Ha madurado de pronto, con la primera menstruación, en la escuela de la feminidad amenazada, y en ese momento descubre (conoce con su cuerpo y/o su alma) lo que significa ser mujer en esa circunstancia, padeciendo en su cuerpo adolescente (que debía hallarse resguardado en su casa familiar), un tipo de terror que sufren de manera especial las mujeres amenazadas: hemorroísas, leprosas…, pero que empiezan sufriendo muchas niñas Por su misma condición de niña que ha de hacerse mujer en aquellas circunstancias empieza a vivir amenazada por la muerte.

Conforme a la visión de Marcos, la sinagoga era el lugar donde se escondía el demonio del poseso (Mc 1, 21-28), y donde el sábado importaba más que la salud del hombre de la mano seca (3, 1-6)… Lógicamente, el Archisinagogo, padre de la niña, vivía para esa institución de ley, pues era el representante de la sinagoga en la comunidad; parecía tenerlo todo y, sin embargo, no podía acompañar a su hija en la travesía de su maduración como mujer. Quizá animaba a su comunidad, pero tenía que matar o dejar morir (como nuevo Jefté, cf. Jc 11) a su hija.
La niña tendría que haber sido feliz, deseando madurar para casarse con otro archisinagogo como su padre, repitiendo así la historia de su madre y de las mujeres “limpias”, envidiadas, de la buena comunidad judía. Pero a los doce años, edad en la que debían empezar a cumplirse sus sueños de vida, ella renuncia. No acepta este tipo de existencia, y no tiene medios o capacidad para optar por un camino diferente; no le queda más salida que la muerte. Y de esa forma, de un modo quizá inconsciente, “decide” vitalmente morir, en gesto callado de autodestrucción, sometida a un tipo de enfermedad que, por la palabra final de Jesús (¡dadle de comer!: 5, 43), parece tener rasgos de anorexia. Esta niña puede interpretarse así como signo (paradigma) de miles y millones de niñas adolescentes que empiezan a ser mujeres padeciendo un tipo de enfermedad vinculada con el ser mujer en estas circunstancias. Es normal que haya enfermado.
Terapia de padre y familia, análisis del “milagro”. Leído en ese fondo, el texto ofrece una terapia de padre (familia), semejante a la de Mc 9, 14-29 (pasaje del que hablaremos más tarde). La niña como tal no tiene fuerzas, no puede superar el muro que eleva en torno de ella el entorno social, de manera que por sí misma no puede curarse, a no ser que cambie el entorno, es decir su padre, el jefe judío de la sinagoga, a quien podemos ver como representante de muchos padres que, buscando su propia seguridad, siguen dejando de hecho que sus hijos/as mueran o se destruyan, incapaces de encontrar familia. Pues bien, el evangelio muestra que este padre cambia, tiene que cambiar, para hacer que su hija viva, como iré señalando con cierto detalle, citando y comentando las palabras principales del pasaje (poniendo en algunos casos la palabra griega, que puede ser importante pero que no es necesaria para entender el tema):
‒ La hija (thygatrion) está enferma, y su padre Archisinagogo va en busca de Jesús para pedirle que la cure (Mc 5, 22-24b). Como la hemorroísa cuya historia se entrecruza con la suya, esta niña padece un dolor que brota del contexto social y familiar. Tiene doce años, debía ser (hacerse ya) mujer, y sin embargo el texto la presenta por dos veces como niña, en palabra significativa (paidion, korasion: 5, 40-41) que acentúa su rasgo infantil, presexuado. Es como si no quisiera madurar y hacerse mayor, de manera que intenta quedarse fijada en la infancia. Precisamente porque eso es imposible, y porque no puede resolver su situación, ella se va muriendo. Como representante de una estructura social y religiosa que es incapaz de ofrecer vida a su hija, este Archisinagogo busca a Jesús, pidiendo que le imponga las manos para que se salve (5, 23). Este hombre habita, según eso, en un espacio de contradicción, siendo causa de enfermedad y muerte para su niña, pero, como presintiendo su culpa, va hacia Jesús para pedirle su ayuda.
‒ Para que el padre se cure y cure a su hija tiene que aprender la lección de la la hemorroisa (nos archisinagogos no andaban con hemorroísas).Mientras la niña agoniza (eskhatôs ekhei) Jesús hace recorrer al padre un largo camino de fe (Mc 5, 35-36), curando a la hemorroisa (5, 24b-34). Externamente, la hija fallece y así le dicen al padre: No merece la pena que lleve a Jesús a su casa, la niña ha muerto (5, 35). Pero Jesús va, pues quiere intervenir para que la niña pueda recorrer un camino de vida a pesar del contexto adverso, y por eso dice al padre que “crea” (5, 36), haciéndole testigo del camino de fe de la hemorroísa a la que había dicho al fin: ¡tu fe te ha salvado! (5, 34). Ahora es el padre quien debe creer, para curar con su fe a la hija.
‒ Jesús entraen la habitación de la niña con su padre y su madre (5, 37-40). Llegan a casa, viene la madre. Ambos, padre y madre, unidos en su responsabilidad, podrán y deberán dar testimonio de vida y garantía de futuro a su hija niña hecha mujer. El milagro ha comenzado en el momento en que el padre ha confiado en Jesús, aceptando el gesto de la hemorroísa, disponiéndose a creer (con la madre que le acompaña en la casa). Ésta es la novedad: que el padre y la madre asistan a la niña para que se vuelve mujer, en esas circunstancias, haciendo así posible que ella asuma la travesía de la vida.
‒ Jesús toma consigo además a tres discípulos varones(Pedro, Santiago y Juan: 5, 37). No van como curiosos, ni están allí de adorno. Son miembros de la comunidad o familia mesiánica (cristiana) que ofrece espacio de maduración y garantía de solidaridad a la niña que se hace mujer. Significativamente son varones, pero llegan a la casa con Jesús como seres humanos (respetuosos, no dominadores), para entrar en la habitación de una niña enferma que, según se dice, probablemente ha muerto, está muriéndose, por miedo a crecer entre los hombres. Superando un tipo de sinagoga donde la niña parece condenada a morir, encontrarnos aquí una familia cambiada, un padre y una madre que desean compartir una esperanza de vida con la niña, en medio de un grupo de discípulos que pueden ofrecer un espacio de madurez solidaria, es decir, de Iglesia. En ese nivel, la niña no es judía ni cristiana, en clave confesional, sino simplemente una persona que empieza a vivir como mujer, en compañía de los padres y de los discípulos que entran en su habitación y son testigos del gesto Jesús, que le agarra por la mano le dice que se levante.
‒ Milagro. Sólo de esa forma (con la fe del padre, la presencia de la madre y la comunión de los discípulos) puede realizar Jesús su gesto: Agarrando con fuerza la mano de la enferma (kratêsas), le dice ¡talitha koum!, niña levántate (5, 41). Jesús no se limita a tocarla (como al leproso de Mc 1, 41), sino que la agarra con fuerza, tomándole la mano y elevándola (como a la suegra de Simón: Mc 1, 31). De esa forma rescata a la niña de la cama donde había pretendido quedarse y le dice: ¡Egeire! ¡levántate! Frente al llanto funerario preparado para celebrar la muerte (Mc 5, 38-40) se eleva aquí Jesús como portador de vida, creador de familia. Éste es su signo, un anuncio de resurrección, en un contexto de familia, precisamente en Galilea (cf 16, 7-8). Por eso, este pasaje ha de entenderse el clave eclesial: lo que Jesús hizo a esta niña es lo que han de hacer los padres y la comunidad cristiana con las adolescentes, superando un tipo de ritualismo sinagogal y de ley de purezas de sangre que lleva a la muerte. Cada niña que se hace mujer es en el fondo una experiencia de pascua, una auténtica resurrección.
‒ Jesús pide a los padres que alimenten a la niña (5, 43), insinuando así que ella estaba muriendo de anorexia vinculada al suicidio. Están en el cuarto los seis que han entrado (los padres, Jesús y tres discípulos suyos), con la niña que empieza a caminar… Jesús le ha dado la mano, le ha levantado, de manera que ya no tiene que decirla más cosas, no le da consejos, no le acusa o recrimina nada… Ella no tiene la culpa, el problema es de la familia. Es claro que las cosas (las personas) tienen que cambiar para que ella viva, animada a recorrer un camino de vida fecunda, volviéndose cuerpo que confía en los demás y ama la vida. Tienen que cambiar los otros; por eso dice a todos (autois que incluye a padre y discípulos) que den de comer a la niña, que le inicien de forma diferente en la experiencia de la vida, que ella asume de nuevo al curarse.
Éste es un milagro de de Jesús, su gran protagonista es el padre judío que debe cambiar. Es un milagro de “educación” que se centra en el cambio radical del padre, que ha de aprender a creer en Dios creyendo en su hijo, dialogando con ella y ofreciéndola un espacio de maduración como mujer, como persona. Por eso, el evangelio introduce a los representantes de la comunidad mesiánica en el hogar y familia de esta niña, para que ellos ofrezcan el testimonio concreto de la vida de Dios que se expresa en la maduración personal dentro de un contexto familiar y social de acogida.
Evidentemente (en un plano humano), Jesús no puede curar a esta niña si el padre no cambia y si no viene a su lado la madre, para abrir ante su hija un espacio de nueva humanidad (cf. 5, 40). Jesús no puede curarla si no se comprometen otros miembros de la comunidad para ofrecerle un espacio de maduración humana en el camino del Reino. No tenemos aquí ningún dato confesional (ni judío, ni cristiano), ningún dogma o principio exterior. El texto nos sitúa en un espacio radicalmente humano, de fe personal. Este padre “archisinagogo” ha de creer en Dios creyendo en su hija, abriendo un camino de vida ate ella. Sólo en ese contexto se podrá hablar de Jesús, evocando (invocando) su presencia.
Madre siro-fenicia con hija (Mc 7, 24-30)
En el caso anterior Jesús curaba primero al archisinagogo, por su propia iniciativa (pero con la ayuda de la madre y de sus discípulos “cristianos”). En este caso será la madre pagana la que empiece “enseñando su verdad” a Jesús, que aparece ahora en un espacio “extraño” (entre los gentiles); es un milagro de madre sin padre conocido, fuera del ámbito mesiánico de Jesús. Éste “milagro” es como un juego de espejos: La madre “cura” (ilumina, cambia) a Jesús, de manera que Jesús, a través de esta madre, puede curar a la hija enferma. Supongo aquí conocido el texto, y desde ese supuesto ofrezco una explicación más amplia de su contenido.
- Entorno, una madre pagana. Ésta es una narración simbólica, pero ella hubiera sido imposible si no tuviera un “fondo” histórico centrado en el recuerdo de Jesús sanador, creador de una familia nueva, abierta a los gentiles (a diferencia de la familia rabínica judía), pues ante la hija enferma no hay distinción radical entre el “buen” padre judío y la madre pagana. Al situarse en un plano radical de “familia”, el evangelio supera los límites del sacralismo sinagogal, centrado en temas menores (de comidas y ritos), y se abre (nos abre), a la fe universal, es decir, a la experiencia de una relación que se extiende hacia el conjunto de la humanidad.
Aquí se desvela la más honda intención de Jesús, que a través de su mensaje de Reino quiere crear familias/madres que crean y den salud a sus hijas. en la que puedan crecer y vivir en humanidad todas las niñas (y niños) del mundo, sin diferencia entre judíos y gentiles. El hecho de que en este caso y en el anterior tengamos una hija curada (reintegrada a la familia, de padre judío o madre pagana) expresa la hondura del proyecto de Jesús, empeñado en que las hijas (muchachas jóvenes) puedan curarse y madurar en humanidad. De esa forma, el movimiento de Jesús se expresa como terapia de familia, curación integral, a partir de los eslabones más frágiles de la cadena de la vida, que son las hijas, como indicaré en el comentario que sigue, tomado de mi Evangelio de Marcos. La buena noticia de Jesús (Estella 2012), El evangelio de Mateo (VD, Estella 2017).).
De esta forma se expresa la “buena noticia familiar” de Jesús, abierta a la vida de los niños (empezando por las niñas). En el caso anterior era Jesús el que debía “dirigir” el camino del padre judío, para que creyera de verdad en el Dios de la vida, y abriera un camino de futuro para su hija. En este caso es la mujer pagana la que conduce a Jesús y le enseña a descubrir el alcance y poder sanador de la fe, para que luego Jesús diga la “palabra” sanadora, ofreciendo su camino de vida a la niña pagana de madre solitaria (al parecer soltera o sin marido conocido).
El evangelio de Marcos ejemplifica con este relato la superación de un tipo de leyes de pureza y de comensalidad intrajudía, confirmando un veredicto anterior, en el Jesús ha declarado puros todos los alimentos (cf. Mc 7, 19). Estamos ante un ejemplo y camino de terapia, es decir, de educación universal, abierta a todos los grupos sociales del mundo (por encima de las diferencias nacionales o religiosas). En principio, la niña a la que Jesús debe “curar” no tiene religión ni raza, es simplemente una necesitada a la que se debe acoger y curar, pero tiene una madre que la quiere, y que acude a Jesús, pidiéndole ayuda (como muchas madres hoy, 2014, piden ayuda a la Iglesia o a la familia mercedaria).
Pues bien, en un sentido más concreto, esta madre y su hija son encarnación y figura visible de un pueblo (siro-fenicio, cananeo) que a lo largo de siglos ha luchado contra los judíos en la misma tierra palestina y/o en su entorno. Ellas son el signo de las razas, religiones y naciones que se han opuesto a Israel desde los tiempos más antiguos, desde el tiempo de la conquista de Palestina por los judíos hasta la restauración de Esdras-Nehemías y las guerras de los macabeos.
En ese contexto aparece Jesús, como profeta y mesías de Israel (que viene a recoger y sanar a las ovejas perdidas de su pueblo, como seguirá diciendo el texto) pero que, al mismo tiempo, tiene que curar también a los paganos del entorno, como indican las historias de Elías y Eliseo (cf. 1Rey 17-21; 2 Rey 2-7), que ayudaron también a diversas familias y a viudas paganas de la misma región de Fenicia, como he puesto de relieve en Las mujeres en la Biblia Judía (Clie, Terrasa 2013). En esa línea, esta pasaje nos sitúa ante la exigencia de acoger y curar a todas las niñas, y de un modo especial a las niñas de aquellos grupos que parecen enemigos del nuestro.
En un primer momento, el texto presenta a la madre simplemente como mujer (gynê), sin referencia a un marido. Es muy posible que un judío hubiera malinterpretado la ausencia de esposo diciendo que ella no es madre legítima, sino un signo de la prostitución constante de los cananeos y gentiles.De todas formas, es madre y madre de un grupo social que parece opuesto al de Israel, un grupo del que Jesús no debería ocuparse.
Pues bien, ella aparece ante el Kyrios (Señor poderoso de Israel: 7, 28) como mujer necesitada. Todo el mundo gentil, la humanidad entera se condensa en su figura de madre con hija enferma. En algún sentido, la muerte de la niña pagana podría significar una noticia buena para Israel: desaparecen los enemigos, el pueblo de Dios puede habitar tranquilo sobre el mundo (en la línea de un salmo donde se pide que Dios mate a los hijos de los enemigos: cf. Sal 137, 9). Pero el evangelio piensa lo contrario. Esta mujer es importante como madre, y la vida de su hija es muy valiosa. Ellas dos, madre e hija, son signo de la humanidad entera a cuyo servicio ha de ponerse el mesías de Israel.
En el contexto judío del milagro anterior, la figura dominante era el padre archisinagogo, mientras que aquí importan la madre y la hija, como expresión de los paganos. Una madre incapaz de transmitir vida a su hija, una hija que no logra madurar; eso son los pueblos y naciones de la tierra. La “buena” ley israelita las habría rechazado, prohibiendo el matrimonio con ellas, pues contaminaban a los puros judíos (cf. Esd 9-10). Pero el evangelio las toma como signo universal del ser humano. Más aún, en el despliegue del relato, la madre va apareciendo como la creyente más perfecta, la que capacita a Jesús para descubrir el dolor del paganismo, la miseria de una humanidad que espera salvación y la que le lleva a procurarla, curando a su hija.
Desde su propia impotencia familiar (engendra a su hija y no logra ofrecerle futuro de vida) esta mujer quiere abrir para ella un camino de esperanza, y en esa línea “cree”, siendo capaz de cambiar (de iluminar) al mismo Jesús. Parece frustrada (no logra que su hija madure), pero tiene deseo de vida, y por eso conversa con Jesús y le enseña, para que él (Jesús) sea quien cure a su hija.
Comentario, un texto esencial de familia. Desde el fondo anterior ha de entenderse el pasaje, que pone en juego el sentido de la historia humana (toda la humanidad está representada por esta mujer) y la extensión de la obra mesiánica de Jesús. El texto es duro, pero al mismo tiempo abre un inmenso camino de esperanza: El dolor y argumento de la mujer pagana hacen que Jesús cambie de opinión sobre el sentido del paganismo y la familia, como muestra el despliegue de la trama:
‒ Jesús llega a los confines de Tiro y se refugia en una casa, no queriendo conocer a nadie (Mc 7, 24), pues viene cansado de discutir con los judíos. Él acaba de enfrentarse con una interpretación “nacional” de la ley del judaísmo (7, 1-23), y debe esconderse, para valorar las consecuencias de su gesto. Muchos no le aceptan, y así ha decidido salir de Galilea, “escondiéndose” en la raya o frontera de Fenicia, donde habitan los pueblos paganos del entorno israelita. Pues bien, paradójicamente, ese ocultamiento se vuelve principio de nueva revelación (lo mismo que había sucedido en Mc 6, 30-44: primera multiplicación). Lacasa donde está Jesús, en la frontera entre Israel (Galilea) y la región de Tiro, se convierte ahora en punto de partida de la misión cristiana.
‒ Una madre pagana que enseña a Jesús.Viene a su encuentro una pagana (sirofenicia de cultura griega, como precisa el texto: Mc 7, 26), pidiéndole curación para su hija enferma (7, 25-26). Los escribas no han aceptado a Jesús, sino que le han combatido y así parecen encerrarse en un tipo de legalismo particular, dentro de las fronteras de su puro judaísmo, como si sólo ellos fueran familia de Dios (los únicos que pueden comer el pan verdadero de la mesa); parece que a ellos no les importan las hijas de las paganas. Pues bien, en contra de eso, esta madre pagana descubre más allá de la ley judía (y de todo tipo de ley particular), desde su mismo paganismo, el poder de curación mesiánica de Jesús, es decir, la posibilidad de que todos sean familia, superando la distinción entre hijos (que serían los judíos) y perros (que serían los gentiles). Ella se acerca a Jesús con el dolor más profundo de mujer y madre (su hija está enferma), pidiéndole ayuda, es decir, vida para su hija, que no es una “perra” sino hija de Dios, hermana de todos los hermanos. No le enseña básicamente como pagana, sino como mujer y madre que tiene una hija enferma. Ella es portadora de la primera y más honda sabiduría de la tierra: La sabiduría de una madre que quiere a su hija. Evidentemente, ella (que es mujer y madre) puede decir a Jesús algo que él no sabe, porque es varón y célibe.
‒ Deja que primero se sacien los hijos. No es bueno tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos… (7, 27). Así responde Jesús, mostrándose fiel a la tradición y teología israelita. Primero han de alimentarse en la mesa del Reino los hijos/judíos, en abundancia mesiánica; sólo después, como una consecuencia, cuando Israel haya completado su cupo, podrá extenderse la hartura a los gentiles/perros. Es fuerte esta palabra, pero Jesús debe decirla, si quiere permanecer en la tradición israelita que la han enseñado. No lo hace en nombre propio, sino como portavoz de la ley y teología de su pueblo. Según esa lógica, esta mujer y su hija enferma tendrán que esperar (y aunque Dios les ofrezca comida serán siempre “perros”). No forman parte de la familia de Dios, de la nación mesiánica; son sencillamente animales impuros que ladran; su lugar se encuentra fuera, separado de la mesa de los hijos. Ciertamente, Jesús no les condena al hambre para siempre, pero quiere que primero se alimenten los hijos. No ha llegado aún el tiempo de los gentiles, por eso (según la teología oficial de Israel) tiene que empezar distinguiendo entre los hijos de casa (buena familia) y los perros (los de fuera). En esa línea, no se puede dar buena educación a todos, sino sólo a los “hijos de la casa”, a los de buenas familias.
‒ Pero ella dijo: ¡Señor! pero también los perrillos comen las migajas que caen debajo la mesa... (7, 28). Así responde la mujer, aceptando el argumento israelita, pero profundizándolo y cambiándolo por dentro, de una forma sorprendente. Ella reconocer el valor de las palabras de Jesús, con la teología que está en su fondo (con la Escritura y la historia del pueblo judío, que distingue entre hijos y perrillos), pero invierte y completa su sentido, recordándole al Señor (Kyrios) de Israel que su banquete es abundante, que sobra pan sobre la mesa, que ha llegado el tiempo de hartura y de familia para todos, pues todos los niños y niñas son hijos, y todos pueden ser familia, recibiendo la ayuda de Jesús. Esta mujer no pide para el futuro (cuando se sacien los hijos…) sino para el presente, para este mismo momento, suponiendo que los hijos (si quieren) pueden encontrarse ya saciados, a fin de que ahora todos puedan ser familia (superando así la división entre hijos y perros). Ella aparece así como un auténtico “escriba” de la ley, pero en sentido mesiánico, como el mejor hermeneuta de la esperanza israelita, que se abre así a todos los pueblos, desde los niños y niñas que sufren enfermos. Para entender la Escritura de Israel, para interpretar el camino mesiánico de Jesús es necesaria la palabra de esta mujer y madre, que nos sitúa en el principio de la historia, es decir, en la tarea y promesa de la maternidad. Jesús (y la iglesia posterior) han de estar al servicio del hijo de esta madre, que es simplemente madre de una hija enferma, antes que pagana o cristiana.
‒ Por esta palabra que has dicho: ¡Vete! Tu hija está curada (7, 29). De manera sorprendente, Jesús acepta el argumento de la mujer, deja que ella le enseñe, y así, aprendiendo, él también puede ver las cosas desde el otro lado, es decir, desde los oprimidos, desde aquellos que carecen de familia (que no pueden alimentar a sus hijos). De esa forma, con la ayuda de la siro-fenicia, Jesús consigue descubrir las últimas consecuencias de su propio mensaje: el banquete de pan compartido, la mesa abundante de nueva familia (la iglesia) ha de abrirse a todos, porque el hambre y la necesidad no tienen fronteras, ni razas, ni clases sociales. A través de la palabra de esta mujer, aprendiendo a leer la Escritura desde la necesidad de los paganos, Jesús supera o rompe el muro que escindía a judíos y gentiles, aprendiendo que todos pueden y deben ser familia. No se puede hablar desde Jesús de “buenas familias de hijos” (privilegiados) y de familias de perros, pues el pan mesiánico, la vida compartida, es para todos. Mirado así, más que milagro de la curación de una hija pagana, éste es el “milagro” de la transformación del Jesús judío, que empieza a creer y actuar de un modo universal.
Retomemos la trama del texto. La primera respuesta de Jesús (¡deja que se sacien los hijos!…: 24, 27) produce una fuerte disonancia dentro del evangelio. Alguien pudiera pensar que él se vuelve atrás, que olvida el carácter universal del pan de la multiplicación (Mc 6, 30-46), y que vuelve a distinguir puros e impuros (hijos y perros), diciendo que unos son familia y otros no, como si quisiera añadir que se puede curar y alimentar a los “buenos hijos”, pero no a los niños-perros de los paganos. Pues bien, esta disonancia ha de entenderse (y superarse) desde la figura sorprendente de la madre pagana que acepta el argumento de Jesús para cambiarlo, recordando las implicaciones de su mensaje.
La primera enseñanza del pasaje, en el principio de toda religión y vida humana es la relación de una madre con su hija (o hijo), y que Jesús está al servicio de ella. Para que esa madre pueda seguir queriendo a su hija, para que esa hija se cure y viva ha venido Jesús, y desde ese fondo ha de cambiar el “mesianismo” israelita, poniéndose al servicio de los llamados “perritos”, es decir, de los hijos e hijas de otros pueblos. Jesús (como educador de vida) no se hace dueño de la niña, no la toma para sí, sino que la “educa” (interviene en su curación) para que ella pueda seguir viviendo con su madre.
No le pregunta a la madre (ni a la hija) si creen en el Dios de Israel. Le basta con saber que creen en el Dios de la vida (Dios de la vida universal, expresada por la madre), como los antiguos patriarcas (Abrahán, Isaac, Jacob) que creían en el “Dios de los padres”. El primer signo de Dios es ahora que una madre pueda acompañar a su hija, educándola para la vida. La opción religiosa más particular vendrá después…
Ver las cosas desde el otro lado.La mujer aduce la lógica de su familia amenazada (muere su hija), razonando desde la base del Dios creador (Gen 1-3), que ofrece vida a todos. Ella sabe que, si ha venido y actúa de parte del Dios de Israel, que es creador universal, este Jesús, Mesías de Israel, tiene que dar “comida” (es decir, salud, futuro de vida) a todos los niños y niñas, apareciendo así como mesías del pan generoso. Miradas así las cosas, ella, una pobre mujer pagana, conoce más que todos los doctos judíos (y que muchos hombres y mujeres de la actualidad) que se contentan con bellos discursos teóricos, dejando que millones de niños del mundo (especialmente de países pobres y de lugares marginales) mueran de hambre. Ante el dolor concreto de esta mujer (que puede ser rica o pobre en riqueza materiales, pero que es humanamente desgraciada porque no puede “curar” a su hija) pasan a segundo plano todos los problemas teóricos, todos los argumentos de pureza e impureza, de buen pueblo y mal pueblo. Si Jesús ha ofrecido un pan de multiplicación para los “hijos” (han sobrado doce cestos de migajas: cf. Mc 6, 43) debe tener comida para todos.
‒ Jesús “convertido”, argumento de madre. Antes que Jesus, para que Jesús sea Cristo, tiene que haber madres que cran y luchan por la vida de sus hijos.. Por encima de las leyes de pureza, que acaban dividiendo a los seres humanos, por encima de todas las teorías que pueden emplearse para oprimir o expulsar a los marginados de turno (en especial a los más pobres), esta mujer presenta ante Jesús su argumento de madre. Ella tiene una hija que necesita “pan del reino” (educación, salud…), una hija que necesita ser curada para así formar parte de la familia de los “hijos”, no de los perrillos. Ella sabe que si Jesús viene de Dios tiene que escucharle. Pues bien, en un primer momento, Jesús “no los sabe”, no sabe lo que dice y quiere esta mujer, porque él no es “madre” (no tiene una hija…), ni es “pagano” (de raza siro-fenicia). Como galileo y varón, él no sabe todo, tiene que aprender, y por eso, habiendo empezado de una forma que parece “brava” (pone ante la madre su argumento de judío varón), se deja luego convencer y cambiar por esta mujer-madre pagana.
Éste es el comienzo del milagro: Jesús acepta el dolor y argumento de esta mujer. Esta madre ofrece a Jesús la verdad sufriente de su niña enferma, y ante ella cesan (pasan a segundo plano) todos los argumentos del viejo o nuevo mesianismo de Israel (todas las leyes políticas, sociales o religiosas); cada niña enferma tiene derecho a la educación, a la salud. Ésta es la verdad más honda del nuevo Israel, este será el principio del nuevo mesianismo de Jesús y de la iglesia.
Esta mujer pagana, sin más autoridad que su dolor, es principio hermenéutico de interpretación del mesianismo de Jesús, a quien enseña algo fundamental: Para ser mesías de Israel,y educar a sus hijos, hay que ofrecer educación y salud a todos los niños y niñas del mundo. Ante la enfermedad de una hija necesitada cesan las diferencias raciales y religiosas, de manera que su madre (buscando su curación) viene a ser la nueva “profesora” y maestra de Jesús.
Ella no discute sobre problemas teóricos; sabe que las niñas necesitadas son todas hermanas; a todas hay que ofrecer el milagro de la vida. Ésta es la primera tarea de Jesús, aquí está el principio de toda educación humana y cristiana, que consiste en que todos los niños y niñas (¡todos, sin distinción!) puedan tener acceso a la salud y a la vida.
La fe del padre cura al hijo (Mc 9, 14-29)
Con ése culminan los tres “milagros” de Jesús con niños, que forman la base y sentido de toda acción pastoral (humana) de la iglesia en (con) los niños. No se trata de utilizarles, en ningún sentido (como puede hacer de un modo horrible un tipo de pederastia que se dice educativa), sino de ayudarles a vivir en salud, en humanidad, atravesando la barrera de los doce años (niña judía) y la barrera de la exclusión “pagana” (niña siro-fenicia). Este milagro “educativo” (de niño dis-locado) es quizá el más significativo de Marcos y forma parte un tríptico narrativo más extenso (Mc 9, 2-29), como muestra R. Sanzio en un cuadro titulado Transfiguración, que está en los Museos Vaticanos (y reproducido en mosaico en la Basílica de San Pedro).
‒ Arriba, en la parte superior del cuadro, está Jesús con tres discípulos que parece que quieren quedarse con él en el monte de Dios , en pura contemplación del misterio, como si todo hubiera ya terminado y concluído para ellos: ¡Hagamos aquí tres tiendas! (Mc 9, 2-8).
‒ Abajo, en el llano, grita un padre impotente con el hijo enfermo,rodeado de escribas y nueve discípulos de Jesús, que no logran curarle. Ésta es la verdad del mundo viejo, de nuestro propio mundo: Discuten sabios escribas, economistas, políticos y apóstoles de Jesús sobre cuestiones de principio… mientras yace, sufre y parece morirse el niño enfermo, con el padre dando gritos, pidiendo ayuda (9, 14-29).
‒ En el camino de descenso, es decir, en el medio de cuadro, aparecen de nuevo Jesús y los tres privilegiados de arriba, dialogando sobre la muerte y resurrección del Hijo del hombre, es decir, sobre la novedad del evangelio, que consistirá en bajar desde la altura de Dios para ayudar a los niños “lunáticos”, enfermos, mientas discuten los llamados sabios y gritan impotentes los padres (9, 9-13).
Éste es el más “duro” y quizá el más prometedor de los milagros de niños de Jesús. Ya no estamos ante una niña, sino ante un niño, que en el texto paralelo de Mateo (Mt 17, 14-20) aparece como lunático. Es un niño enfermo, quizá epiléptico (un autista violento) a quien sólo la fe y cuidado del padre puede curar. Desde ese fondo se entiende este nuevo y definitivo milagro de familia que empieza con la curación del padre, pues este niño tiene padre, aunque parece que este padre sólo sabe gritar y gritar, pues nadie le enseña a cuidar-curar con fe a su hijo.
1.‒ Ésta es una escena de familia necesitada. Arriba (Mc 9, 2-8) está Jesús a quien Dios Padre confiesa y alienta, llamándole su Hijo amado, su auténtica familia, mientras abajo está en niño enfermo a quien el padre no puede curar, pues no cree, ni sabe amar (Mc 9, 14-29). Mientras tanto, los profesionales de la religión (escribas y discípulos de Jesús) discuten. En el centro de la escena hallamos por tanto una familia rota, una sociedad impotente, con un niño consumiéndose en el suelo, mientras crecen a su lado las estériles disputas de eruditos escribas y discípulos cristianos.
‒ Ésta es una escena de disociación e impotencia, como la del archisinagogo Jairo (5, 21-43) y la de la sirofenicia (7, 24-30), que no podían curar a sus hijos. Ambos necesitaban la fe/ayuda de Jesús para hacerse padres/madres verdaderos. Nuestro pasaje retoma y culmina de forma ese motivo, y así condensa toda la humanidad en un padre angustiado que desea curar a su hijo y no lo logra pues no tiene palabra sanadora, reconciliadora.
‒ Ésta es una escena de disputa. Cuando Jesús baja del monte descubre a sus discípulos discutiendo con los escribas, en medio de la gente… ¿De qué discuten? ¡De la enfermedad del niño, pero sin poder curarle! (Mc 9, 14-15). Éste es el centro de la trama: El padre ha traído a su hijo enfermo, pidiendo a los discípulos de Jesús que le curen, pero no han podido hacerlo (Mc 9, 18), sino que se han limitado a discutir con los escribas.
El demonio mudo y violento (Mc 9, 17) que ha poseído al niño es signo de una niñez que parece enloquecida, por falta de relación con el padre, en medio de una sociedad (gente) y de una “iglesia” (escribas, discípulos de Jesús) que se encuentra dividida, que discute sobre temas teóricos de posible precedencia, pero que es incapaz de curar al niño. En medio de todos, angustiado, está el padre con su hijo.
Nadie (ni escribas judíos, ni discípulos del Cristo) ha conseguido decir una palabra sanadora al niño. Sólo Jesús, que desciende del monte de la transfiguración como Hijo querido, en camino de entrega de vida, consigue curar al niño, a través de la fe del padre, iniciando un camino nuevo de presencia sanadora, por medio de la fe. La hija de Jairo sufría quizá un problema de alimentación (anorexia, cf. Mc 5, 43). Este niño parece un autista auto destructor, a quien su padre (¡de poca fe!) no puede tratar humanamente y curar. Así diagnostica su dolencia el padre:
‒ Tiene un espíritu (=demonio) que no le permite comunicarse (9, 17). Está encerrado en sí mismo, sin acceso a la comunicación familiar, es decir, sin comunicarse con el padre: no puede o no quiere hablar, de forma que vive en aislamiento. No ha escuchado una voz personal, y de esa forma vive bajo el dominio de un espíritu de silencio demoníaco (=pneuma alalon): malvive en un mundo sin diálogo, sufre y se agita en un espacio y tiempo pervertidos donde no hay palabra que pueda vincularle con el padre ni con otros seres humanos.
‒ Y, cada vez que le agarra, el espíritu le arrastra, de manera que echa espuma por la boca, se golpea los dientes y se seca (9, 18). Vive así encerrado en una dura violencia que se expresa en forma de agresión corporal. Su silencio interior y exterior es causa y consecuencia de una especie de deseo de muerte. No escucha a nadie, en nadie puede confiar, nunca le han dicho, o no ha logrado escuchar una palabra como la que Dios Padre ha dirigido a Jesús: ¡Tú eres mi hijo, yo te quiero! (cf. Mc 1, 11; 9, 7). Por eso está dominado por un deseo de muerte que le cierra en sí mismo, en círculo incesante de violencia. Por su parte, el padre no sabe o no puede ayudarle.
‒ El espíritu le arroja muchas veces al fuego y al agua, para perderle (9, 22). El niño vive en el centro de un conflicto que parece connatural a su vida sin palabra. Difícilmente se podría interpretar mejor su situación, marcada por una agresividad ostentosa, destructiva. Todo nos permite suponer que él “finge” matarse (de un modo inconsciente) para hacer sufrir al padre, para decirle que se ocupe de él, para pedirle ayuda. Así vive en el borde de una vida hecha de muerte, en relación de violencia frente a ese padre, a quien parece que en un sentido desea matar (o castigar) con su protesta de violencia.
La enfermedad del hijo brota de un conflicto de familia. (1) La primera forma que este niño tiene de oponerse al padre (y a toda la familia) es el silencio provocativo, y de esa forma se cierra, aislándose en su enfermedad, fuera de las decepciones de su entorno. Es un enfermo mental que recibe y codifica en forma de silencio la agresión del ambiente; un enfermo de alma, pues le falta el cariño y palabra de su padre. (2) La segunda forma es la autoagresividad:los gestos indicados (silencio, arrastrarse por el suelo con espuma en la boca, amagos de suicidio) son síntomas de impotencia personal y falta de comunicación. Quizá pudiéramos añadir que son ambivalentes: Por un lado le apartan de la familia; por otro son un modo de protestar contra ella y de implorar su ayuda, en gesto donde sadismo y masoquismo se cruzan y retroalimentan mutuamente.
Sobre este fondo ha de entenderse la intervención de Jesús, que comienza “enfadándose” con escribas y discípulos, porque no se han comprometido de verdad, entendiendo la enfermedad del niño para curarle. Jesús no dice quién tiene más culpa, si los escribas de Israel o sus discípulos. Deja el tema así, y se centra en el padre, pidiéndose que verbalice la enfermedad de su hijo.
Pues bien, el padre responde de tal manera que al describir enfermedad de su hijo se está retratando a sí mismo, está diciendo su responsabilidad. Lógicamente, Jesús no cura al hijo sino al padre, haciéndole capaz de comprender su propia carencia, de tener fe en la vida y decirle: ¡Tú eres mi hijo, yo te quiero! Desde una perspectiva humana su terapia es de tipo antropológico (de humanización y transparencia familiar); pero ella es a la vez profundamente religiosa, porque es el mismo Dios el que se desvela en esta relación del padre con el hijo:
‒ Por un lado, el padre ha transmitido su enfermedad al hijo.El padre es enfermo pero está dispuesto a colaborar. Por eso ha buscado a los discípulos, por eso viene a Jesús. No se empeña en mantener su posible razón, no se defiende a sí mismo, no echa la culpa al niño enfermo. Sabe observar, asume su propia responsabilidad, deja que Dios les cambie.
Jesús no ha sido un padre de familia en el sentido convencional de ese término. No ha construido un nuevo hogar patriarcal, no ha venido a educar a unos hijos de su carne y de su sangre; pero puede presentarse como amigo, hermano, padre, en un nivel más hondo, de comunicación personal. Jesús cura al padre…. Que le dice: creo pero ayuda mi incredulidad.
Allí donde otros podían colocar las relaciones de carne y sangre y el orgullo de raza como fuente de familia ha colocado Jesús la fe mutua, la confianza del padre que diciendo ¡creo!Confiesa y ratifica su fe en el niño enfermo: ¡Eres mi hijo querido! Éste es el mensaje central del evangelio: Jesús logra que la fe en Dios se despliegue como fuente de fe humana y creadora para el padre. El padre cree ofreciendo un espacio de fe para su hijo, abriendo así en el centro de su familia una fuente de comunicación y de vida.
‒ Creo, pero ayuda mi incredulidad, dice el padre (9, 24), invirtiendo un tipo de orden normal de las relaciones familiares. Suele decirse (y así lo repite la literatura sapiencial judía) que los hijos deben creer en los padres, obedeciéndoles sumisos. Aquí es el padre de familia el que, creyendo en el Dios de la vida (que es Padre), puede y debe confesar su fe en el hijo. Marcos ha reservado el símbolo de Padre para Dios y por eso en la comunidad cristiana no hay lugar para padres patriarcales (cf. 3, 31-35; 10, 28-30). Pues bien, en esta narración, Jesús viene a presentarse en el fondo como “maestro” de un padre concreto, para decirle que debe abrirse a la fe (creyendo en Dios y creyendo en su hijo, para dialogar con él). Imitando a Dios, este padre debe confiar en su hijo e iniciar con él un camino de curación. Antes no había logrado comunicarse con él; ahora debe hacerlo, con la ayuda de Jesús, para “curar” la enfermedad de su hijo.
Los hombres no creen en los demás, por eso enferman, rompiendo así los lazos de familia. No creen, por eso se oponen unos a los otros, empezando por la familia (más que por la sociedad en su conjunto). Jesús en cambio cree, y hace que el padre sea capaz de curar a su hijo. Por eso se desahoga (¡hasta cuando tendré que soportaros!), pero, al mismo tiempo, asume, desde el hijo enfermo, la miseria humana, introduciendo en ella un germen de fe. De esa forma manifiesta la esencia de toda terapia familiar, de toda educación sanadora, curando al padre para que cure a su hijo. Éste es un padre que debe empezar a creer, pues sólo así, en actitud de fe, puede re-engendrar (curar) al hijo que parecía muerto (sin palabra).
Jesús baja de la montaña de la transfiguración, donde Dios le ha llamado “Hijo querido”, para enseñar a los padres a dialogar con sus hijos y a creer en ellos. Esa es la novedad radical de este “milagro”: la fe del padre que cura al hijo, antes de toda “confesión” concreta de tipo religioso. Este padre del hijo “lunático” no aparece en sí mismo como judío ni como cristiano, sino como algo anterior: Como una persona humana que puede y debe ser capaz de educar en fe al hijo, ofreciéndole el único conocimiento verdadero, que es el conocimiento de la vida. En ese contexto ha planteado el evangelio de Marcos la crítica más honda contra un tipo de educación judía (escribas) y cristiana (discípulos de Jesús) que discuten sobre cuestiones que “parecen” de principios, pero que abandonan el verdadero principio, que es la curación verdadera del niño enfermo.
Niños, primera autoridad comunitaria
Al lado de los tres milagros anteriores, Marcos incluye dos relatos que resaltan la importancia de los niños en la comunidad que ha de acogerles (Mc 9, 33-36; 10, 13-16 par). Los creyentes curados tienen que curar a los niños… a todos, a los de su pequeña casa y a los de la plaza.
‒ El entorno judío de Jesús muestra una actitud ambivalente ante los niños. Por un lado, los niños (descendencia) son signo de Dios (y ellos no pueden nunca rechazarse o matarse, como supone la ley romana), pero sólo alcanzan autoridad si cumplen la Ley y las normas sacrales, como muestra el Código esenio de Damasco (CD 10, 6) y las normas de Qumrán: los niños se vuelven valiosos cuando alcanzan la edad para celebrar la liturgia de adultos y puros, cumpliendo las leyes y los ritos del judaísmo; las niñas importan sobre todo por su maternidad, dentro de un entorno social en el que se valora mucho la identidad judía.
‒ Novedad de Jesús. En contra de la visión anterior (y del modo ordinario de actuar de su entorno), Jesús presenta a los niños como testigos y destinatarios del reino, sean o no judíos, pues son regalo y presencia de Dios como tales niños. No importan sólo los limpios, de gloriosa genealogía, ni los ya crecidos, sino todos, sin diferencia de sexo, posición o familia, como he destacado en el comentario de Mc 7, 24-30. Frente a un mundo donde los hombres valen por su saber (griegos) o su hacer (judíos; cf. 1 Cor 1), Jesús ha valorado a los niños en cuanto necesitados y capaces de amor (es decir, de ser amados)[1].
Discusión en la Iglesia. Un tema de poderes. Los discípulos deberían escuchar la enseñanza de Jesús; pero se han separado de él, y argumentan por su cuenta, sin entender su mensaje. Piensan que no les oye, pero él lo hace y, al llegar a casa les pregunta: ¿De qué hablabais en el camino? (Mc 9, 33). Éstos podrían haber sido sus temas:
Podían haber hablado de la dureza del seguimiento de Jesús…Podían hablar del destino de su vida. Jesús acaba de anunciarles que será entregado (Mc 9, 31)… Pero ellos entienden el mensaje de Jesús al revés, y se preocupan de quién tiene más poder (es más cura, más obispo…)
Llegaron a Cafarnaúm y, una vez en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más grande. Y sentándose llamó a los doce y les dijo: El que quiera ser el primero, hágase el último de todos y el servidor de todos. Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: Quien reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado (Mc 9, 33-37).
Están siguiendo a Jesús, y eso supone que aceptan de algún modo su ideal de reino. Pero, como personas realistas, ellos deben traducir ese ideal en cauces de organización y poder. Hacen lo que han hecho y lo que siguen haciendo las instituciones normales de este mundo; acogen a Jesús, pero deben traducir su movimiento en una línea de realismo social. Los discípulos conspiran a la espalda de Jesús, para “bien” de Jesús… teniendo más poder.Pues bien, Jesús destruye esos deseos de poder dentro de su grupo, y así presenta con realismo lo que implica seguirle en el camino del Reino. Sólo superando una lógica de poder se pueden plantear las cosas como él hace, creando un grupo social donde los niños puedan ser acogidos, y sean lo más importante, como muestra la continuación de la escena, que comentaré frase a frase, como en los casos anteriores:
– a: Inversión: Ser el primero (Mc 9, 35). Jesús se sienta en la cátedra de su magisterio, convoca a los Doce (poder eclesial) y les dice: ¡Quien quiera ser primero hágase el último…!). Habían empezado a construir una iglesia sobre bases de poder, desde el mayor y primero (meidson, prôtos), y Jesús invierte ese modelo no necesita mayores ni primeros, sino últimos y servidores (eskhatoi, diakonoi). Quiere personas que sepan ponerse al final, para ayudar desde allí a los otros, superando la lógica del mando. Al hablar así, no ha criticado un simple vicio de egoísmo de unos pobres discípulos torpes sino que ha invertido la misma estructura de la vieja sociedad, edificada a partir de los poderosos.
– b: Gesto simbólico: Pone a un niño en el centro del grupo y le abraza (9, 36). Los discípulos se creen importantes para ejercer su poder y dirigir la vida de otros, y quieren hacerlo desde los primeros puestos, organizando la estrategia del reino de Dios. Saben que para funcionar un grupo humano necesita dirigentes. Pero donde ellos se elevan sobre los demás, los otros (los inútiles, los niños) quedarán dominados, en segundo plano. Por eso, para invertir ese modelo y crear una familia distinta, Jesús toma a un niño y realiza un signo doble:
‒ Gesto De autoridad. Jesús pone al niño en el centro (estêsen auto en mesô autôn), para que allí quede.. Le hace obispo.. Los discípulos discutían sobre ese centro, pero ahora descubren que está ocupado ya por el niño a quien Jesús coloca en pie, convirtiéndole en jerarquía máxima, en medio del corro donde él mismo estaba en Mc 3, 31-35.
–Gesto de amor: le abraza (enankalisamenos), en gesto de cercanía y cariño (abrazar es proteger, tomar entre los brazos, para darle todo mi poder). Buscaban los discípulos poder, habían empezado a conspirar. Pues bien, Jesús descubre y vence su conspiración ofreciendo (abrazando con) amor a un niño. De esa forma, interpreta la autoridad a partir de la ternura: el niño es importante porque está a merced de los demás y necesita cariño; así lo muestra Jesús poniéndole en el centro de la iglesia, y abrazándole en gesto de autoridad y ternura.
– a’: Enseñanza conclusiva: Quien reciba a uno de estos niños (9, 37). El mesías de Dios es un niño, cada niño es camino de Dios en el mundo. El que importa no es el padre, es el niño…
Este Jesús de Marcos ha superado un modelo de familia patriarcalista, entendida como jerarquía de poder, pero insiste en la necesidad de que toda la iglesia actúe de un modo materno-paterno, acogiendo a los más necesitados, y de un modo especial a los niños, con un gesto de autoridad (el niño es lo más valioso, el centro de la comunidad) y de ternura (al niño se le ofrece el calor de la vida, se le abraza). Este doble sentido del gesto de Jesús (poner en el centro, abrazar) es el punto de partida de toda educación de los niños, que no se pueden utilizar para otra cosa (¡en contra de todo tipo de pederastia!), pero a los que se les debe dar mucho cariño de familia, para que puedan asumir la vida con madurez, sabiendo siempre que ellos son lo más importante (el centro) de la familia, de la sociedad y de la Iglesia.
Iglesia, una comunidad para niños. El problema no es saber quién domina, controla u organiza el poder sacral, magisterial o ministerial, sino en saber si la Iglesia abre dentro de ella un espacio par los niños. Marcos nos hace pasar de esa forma del ámbito más privado de un pequeño hogar (con unos padres que se ocupan de sus hijos) al espacio compartido de la iglesia o familia grande donde los niños (unas veces con padres, otras sin ellos) han de ser objeto del cariño y cuidado especial de todos. La misma comunidad viene a presentarse de esta forma como ámbito materno, casa donde los niños encuentran acogida, siendo honrados, respetados y queridos.
– Los primeros son los niños. Ellos no tienen que hacer nada. No deben alcanzar con su decisión ninguna meta; no tienen que esforzarse por lograr una influencia por encima de los otros, pues tienen valor porque están necesitados, es decir, porque su forma de madurar humanamente y su misma vida “física” dependen de aquello que les ofrezcan los mayores. Su valor está en su propia pequeñez, es decir, en su dependencia, pues están a merced de otros, y tienen aquello que reciben de ellos (de los otros, en este caso de la Iglesia). No han de luchar para volverse símbolo de Cristo: lo son por sí mismos, por hallarse (como se hallan) en manos de los otros. Sólo si los niños (todos los niños, cristianos o no) son el centro del cuidado y de la autoridad de la sociedad y de la iglesia puede hablarse de familia de Jesús.
– Esa debilidad de los niños suscita un compromiso de parte de la Iglesia entera, que ha de acogerles, ofreciéndoles un espacio de maduración humana. En esa línea, Jesús insiste en la importancia de los niños, como seres que dependen de la acogida de los otros. Los miembros de la nueva casa cristiana han de ofrecerles lo que son y lo que tienen, haciéndose de esa manera su familia, a través de un “abrazo”, es decir, de un compromiso de solidaridades humana en el sentido afecto y social. Según eso, la Iglesia de Jesús viene a presentarse como una “escuela integral” de vida para los niños, en especial para los menos importantes de la sociedad.
– La iglesia, grupo especializado en recibir a niños. La palabra clave (recibir-acoger: dekhomai) había aparecido en Mc 6, 11: los misioneros quedaban en manos de aquellos que podían recibirles o rechazarles. Ahora son los discípulos de Jesús, los que deben acoger a los demás, de un modo especial a los niños. Frente a una institución de poder que que los discípulos quieren crear (¿quién es mayor?), Jesús instituye aquí una familia al servicio de la acogida integral de los pequeños.
Según eso, Jesús funda su iglesia como hogar materno para niños, de manera que podríamos hablar de una iglesia de mujeres, cuidadoras de niños. Él no es mujer ni madre, en el sentido convencional del término; pero ha dado primacía a la función tradicional de la mujer (o, quizá mejor, del maestro-maestra) al servicio de la vida. Su forma de abrazar a un niño rompe los modelos del varón mediterráneo y judío, educado para el sexo y la honor, la autoridad y el trabajo, y, en esa línea, él aparece como un hombre escandaloso, mesías de ternura que no sólo abraza a los niños en medio del grupo sino que propone ese gesto como signo de identidad de su discipulado y reino.
Niños de Jesús, una iglesia-cuna (Mc 10, 13-16)
Y le llevaban niños para que los tocara, pero los discípulos se lo impedían. Jesús, al verlo, se indignó y les dijo: Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro: quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y, abrazándolos, los bendecía, imponiéndoles las manos (Mc 10, 13-16).
Éste es un “apotegma”, es decir, un relato simbólico con una enseñanza. Puede tener un fondo histórico (un recuerdo de la vida de Jesús), pero su mensaje pertenece básicamente al tiempo de la Iglesia y la define como casa (lugar de acogida) para los niños, sean o no cristianos:
– Traen niños a Jesús para que los toque (Mc 10, 13a), en una perspectiva que en su origen puede ser mágica (al tocarles, el santón, curandero o profeta transmite a los pequeños buena suerte), pero que en el contexto actual del evangelio ha de verse en clave de vinculación mesiánica. Quienes traen niños (se supone que no pueden andar por sí mismos) son los padres o familiares. Quieren que Jesús se ponga en contacto con ellos,en gesto muy propio de Marcos (Jesús toca y cura en 3, 10; 5, 27-28; 7, 33; 8, 22); ellos no forman (todavía) parte de la iglesia, pero conocen de algún modo a Jesús y le piden ayuda. Partiendo de aquí (de la búsqueda del toque mágico para los niños) el texto nos irá llevando al “toque de cariño” que es el abrazo personal, para que el niño pueda der autoridad, crecer y vivir.
– Los discípulos quieren impedirlo (10, 13b). No pueden permitir que Jesús pierda el tiempo, que abandone sus ocupaciones importantes, para dedicarse a los niños, en gesto que parece poco digno, propio de mujeres. Es claro que en el fondo del pasaje sigue habiendo una disputa eclesial, como en Hech 6, 1-6 (los grandes de la comunidad no atendían a las viudas y mesas de los pobres): los discípulos centrales (los Doce) no permiten que Jesús se ocupe de los niños, y así, como en Mc 9, 33-37, ellos quieren formar un grupo de poder, bajo su control, y por eso forman una especie de guardia pretoriana o círculo de seguridad en torno a Jesús, impidiendo que traigan a los niños. En esa línea, la iglesia corre el riesgo de volverse grupo de personas importantes, sin corazón ni tiempo para los menores.
– Dejad que los niños vengan a mí... (10, 14-16). Frente a un tipo de comunidad convertida en espacio de poder controlado por los “grandes”, Jesús reivindica el valor primario de los niños: Son signo del reino, los más importantes; no hay tarea más valiosa que acogerles, tocarles, bendecirles. Entendida así, la Iglesia viene a presentarse como familia abierta a los más pequeños. En medio de su gran ocupación mesiánica, cuando parece que debía dejar a un lado otros temas secundarios, Jesús afirma con solemnidad que esos niños son objeto, centro y meta de su reino.
Los niños no aparecen aquí como objeto del cuidado de los padres, sino de la comunidad entera que, en esa perspectiva, ha de entenderse como hogar (familia) que se abre a los niños necesitados, sean hijos de creyentes o de no creyentes. De esa manera la Iglesia se abre, superando el nivel de la familia (y de la misma comunidad de los creyentes), como casa que acoge por (con) Jesús a los niños. La palabra clave es dejad que los niños… (Mc 10, 14). Jesús quiere que ellos formen parte de su propuesta mesiánica, diciendo a los dirigentes no se lo impidáis(mê kôlyete), como en 10, 39 donde exigía tolerancia para un exorcista no comunitario al que quieren prohibir que actúe en su nombre. Ahora les manda que no se opongan, y que la comunidad acoja a los niños, que son signo privilegiado de Dios, pues de quienes son como ellos (toioutôn), es el reino de Dios, y de ellos debe ocuparse, por tanto, la Iglesia. Esa respuesta de Jesús puede entenderse y se entiende de dos formas: hacerse niño y acoger a los niños:
– Aplicación más intimista: hacerse niño… El niño ya sabe… Sabe dejarse querer y crer… lo sabe todo de antemano. (Mc 10, 15). En esa línea, tomando al niño como sujeto, el texto puede traducirse así: Quien no reciba el reino como lo recibe un niño… Así se supone así que los seguidores de Jesús han de hacerse niños para recibir el Reino de Dios. Frente a un tipo de exigencia activa (conquistar el reino por la ascesis, la ciencia o la violencia) aparece aquí una experiencia más honda de receptividad: Los seguidores de Jesús han de ser como niños que reciben la vida, en actitud de pequeñez, de aceptación, de acogimiento gratuito, volviéndose pequeños (cf. Mc 9, 35). Así lo ha destacado Mt 18, 1-5 y 19, 13-19, espiritualizando el tema: ¡Debemos hacernos ante Dios como niños!
–Lectura más social: recibir al niño. Pero en el contexto de Marcos, la frase puede y debe interpretarse tomando al niño como objeto. Quien no reciba el reino como se recibe a un niño… Ciertamente, importa “hacerse” niño (=pequeño), pero sobre todo importa recibir, acoger, ofrecer casa a los niños. El Reino es una realidad que me “recibe” (soy como niño en manos del Reino de Dios), pero, al mismo tiempo, es una realidad que nosotros debemos recibir (como se recibe a un niño). En ese contexto, la Iglesia ha de ser una comunidad especializada en acoger a los niños, un hogar de cariño y amor donde ellos encuentran acogida y pueden madurar, como indicaba ya el texto anterior (Mc 9, 33-37). El reino de Dios se hace presente en los niños, y se recibe (se deja construir y se construye) al recibirlos.
– Primer gesto. Jesus abraza al niño, le recibe no sólo en su casa, sino en su vida. El abrazo es antes que el beso, es antes que la unión sexual… Abrazar es recibir el otro en mi vida. En mi intimidad, en mi pecho, en mi alma. Como en Mc 9, 36, Jesús abraza también aquíal niño (enankalisamenos), en gesto de cariño y comunicación vital, propia de esposos, amigos, familiares… El recibirles… En la iglesia apenas hemos destacado este valor primario de abrazo. Yo me hago casa para el niño… . En contra de todo riesgo fácil (y fatal) de pederastia, que consiste en utilizar a los niños gozo propio anti-natural, el evangelio pone de relieve la experiencia y exigencia del abrazo corporal. No hay educación sin cercanía humana, sin encarnación personal, sin que los educadores entren en el espacio personal de vida de los niños, no “en contra” de los padre, sino supliendo y completando aquello que les ofrecen (o no les ofrecen) los padres.
- Jesús bendice a los niños (kateulogei), deseándoles y ofreciéndoles un futuro de vida, como el mismo Dios hacía a los hombres al principio (Gén 1, 28). No les abandona en su pequeñez, no les deja en su infancia por siempre; quiere que crezcan y gocen, para poseer los bienes de la tierra, pues eso significa bendecir: Regalar a los demás un espacio y camino de vida y palabra, de educación y esperanza. Crear un mundo donde la vida de los niños merezca la pena, eso es bendecir. Bendecir significa procurar que ellos sean, que crezcan, que maduren, que inicien un camino de vida personal… Que los niños no queden siendo niños, al servicio de los educadores (de la iglesia), sino que sean ellos mismos, abriéndose a un futuro de madurez, en que sean ellos mismos responsables mayores de su vida
- 3. Les impone las manos (titheis tas kheiras ep’auta). Este gesto final ha de entenderse como iniciación sanadora (cf. 5, 23; 7, 32) y consagración mesiánica. Imponer las manos significa transmitir a otra persona un poder. Así hacían los que “ordenaban” a los sacerdotes de Israel (cf. Núm 27, 18; Dt 34, 9), así harán después los obispos cristianos, transmitiendo su carisma a otros jerarcas. Pues bien, en gesto que rompe los esquemas de poder israelita, Jesús impone las manos a los niños, ofreciéndoles su autoridad. Ellos, los más pequeños, son desde ahora los verdaderos “presidentes” de la iglesia, es decir, su verdadero centro, el lugar en que la iglesia y la sociedad se asienta y madura.
Hay otros pasajes, tanto en Marcos como en el resto de la tradición evangélica, que nos ayudan a situar y entender el tema de los niños. Pero éstos son a mi entender los más significativos. Ellos están en el principio de todo proyecto de educación mercedaria, redentora.
Nota
[1] El judaísmo se opone, de un modo directo, a la práctica romana, que permitía el aborto, y consideraba que la vida de los niños nacidos estaba en manos del padre, que los podía reconocer o rechazar, condenándoles así a la muerte (cerrándoles el camino de la vida). En contra de eso, conforme a la tradición judía, ratificada aquí por los cristianos, los niños tenían su propio derecho a la vida, aún antes de nacer. La tradición de Jesús no conserva ningún pasaje donde se condene el aborto y el abandono de niños en general, quizá porque ese tema no se planteaba en su entorno, pero hay un texto de la Didajé que ha desarrollado esos motivos en su comentario a los mandamientos (Ex 20, Dt 5), desde la perspectiva del evangelio, en un texto clave del cristianismo primitivo, en el que se ofrece (junto a la Carta de Santiago) el primer desarrollo cristiano conocido del Sermón de la Montaña. La Didajé, fijada en la frontera entre Palestina y Siria, hacia finales del siglo I d.C., en un contexto semejante al de Mateo, comienza así su explicación del tema: «Segundo mandamiento…: No matarás, no adulterarás, no corromperás a los jóvenes, no fornicarás, no robarás, no practicarás la magia ni la hechicería, no matarás al engendrado en el vientre, ni condenarás al nacido, no codiciarás los bienes del prójimo» (Did 3, 2).El texto dice: «No matarás (con phoneuseis, en sentido general) al engendrado (teknon: se supone que está en el vientre de su madre) ni condenarás (con apokteneis) al ya engendrado o nacido (gennêthen)». Las dos palabras (matar, condenar) expresan matices distintos: phoneuô (matar en el vientre) tiene un sentido más general (quitar la vida de cualquier forma o manera). En cambio apokteinô puede referirse a condenar a muerte. En esa línea, el sentido del texto es claro: no matarás en el vientre, no condenarás a morir al nacido. La Iglesia no sólo acepta la doctrina judía sobre los ya concebidos y en especial de los nacidos, sino que la ratifica, exigiendo a su comunidad que acepte y cuide a los niños.
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