Sal y luz para un mundo en tinieblas

Domingo quinto del Tiempo Ordinario

Primera lectura: Isaías 58, 7-10: Surgirá tu luz como la aurora.

Sal 111: El justo brilla en las tinieblas como una luz.

Segunda lectura: 1 Corintios 2, 1-5: Os anuncié el misterio de Cristo crucificado.

EVANGELIO

– Mateo 5, 13-16. Vosotros sois la luz del mundo.

Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.

Sal y luz para un mundo en tinieblas

05 de febrero de 2023

Amanecer en el Sinaí.

Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se pone sosa, ¿con qué se salará? Ya no sirve más que para tirarla a la calle y que la pisotee la gente.

Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se en­ciende una lámpara para meterla debajo del perol, sino para ponerla en el candelero y que brille para todos los de la casa. Empiece así a brillar vuestra luz ante los hom­bres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo.

Radiografía del mundo en miniatura

Hace tiempo me llegó un correo electrónico, que se difundió ampliamente en prensa y en Internet, con este texto: “Si pudiésemos reducir la población de la Tierra a una pequeña aldea de 100 habitantes, manteniendo las proporciones, sería algo como esto: de las 100 personas, 80 vivirían en condiciones infrahumanas, 70 serían incapaces de leer, 50 sufrirían de malnutrición, una persona estaría a punto de nacer y otra a punto de morir. Sólo una tendría educación universitaria. En esta aldea una persona tendría un ordenador”.

Al analizar nuestro mundo desde esta perspectiva tan comprimida se hace más urgente que nunca la necesidad de que los seguidores de Jesús sean sal y luz para un mundo en el que se acumula tanta oscuridad, miseria, pobreza, malnutrición, incultura, ignorancia y muerte.

Vosotros sois la sal de la tierra

Después de pronunciar la novena bienaventuranza, se dirige Jesús a sus discípulos con estas palabras: “Vosotros sois la sal de la tierra”. Sus discípulos de ayer -y sus seguidores de hoy- son aquellos que -de uno u otro modo y en la medida de sus posibilidades y capacidades-, quieren seguir su estilo de vida, basado en las bienaventuranzas, como camino para conseguir la felicidad de la que tanto se habla hoy, para cuya consecución los medios de comunicación y la sociedad en general ofrecen tantas recetas “prêt-à-porter”.

La sal en la Antigüedad

En la antigüedad, la sal era un producto de suma importancia. La sal fue el motivo de construcción de la Via Salaria que iba desde las salinas de Ostia hasta la ciudad de Roma. Los soldados romanos que cuidaban esa ruta recibían parte de su sueldo en sal, de donde nuestra palabra “salario”.

Debido a las propiedades que tiene para conservar los alimentos y sazonarlos, la sal era considerada en la antigüedad portadora de una fuerza vital. Según una tradición de la antigua Siria, los hombres aprendieron de los dioses el uso de la sal, que no sólo sirve para conservar los alimentos y sazonarlos, sino que tiene también un papel purificador. En Roma existía la costumbre de poner un poco de sal en los labios del recién nacido para proteger su vida de los peligros que la amenazaban (rito que se ha transmitido en el bautismo cristiano).

La sal en el Antiguo Testamento

La sal está unida en el Antiguo Testamento a la idea de una fuerza que conserva la vida y otorga estabilidad. La sal, que hace que los alimentos no se corrompan, se usaba en los pactos o tratados como símbolo de su firmeza y permanencia. Todo animal que se ofrecía a Dios era salado previamente: “Echaréis sal a todas vuestras ofrendas. No dejéis de echar a vuestras ofrendas la sal de la alianza de tu Dios. Todas las ofrecerás sazonadas”, ordena el libro del Levítico (2,13; cf. Nm 18,19; Ez 43,24). El profeta Eliseo saneó un manantial echándole sal, cuya agua malsana hacía abortar a las mujeres y causaba la muerte (2Re 2,19-22).

Vosotros sois la sal de la tierra

Al decir Jesús que los discípulos son “la sal de la tierra”, está afirmando que son ellos los que deben asegurar, dar permanencia, actualizar y hacer realidad el pacto que Jesús hizo con Dios por la liberación de la humanidad oprimida, que hoy es la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, el 80 por ciento que no puede llevar una vida con dignidad.

Pero Jesús no propone a la multitud que sea sal de la tierra, sino solo a sus discípulos. Aunque los cristianos tal vez no hayan entendido a lo largo de la historia estas palabras de Jesús. En un mundo tan distinto y tan distante del mensaje de Jesús, los miembros de las comunidades cristianas anhelan con frecuencia ser más en número, para influir más en su transformación y no pasar desapercibidos. Si fueran muchos más, -piensan- todo cambiaría más aprisa. De ahí que la iglesia se haya preocupado de que todos se bauticen, engrosando sus estadísticas. Y lo ha conseguido. La población mundial en la actualidad asciende a unos 7.000 millones de personas, de los que a fecha del 31 de diciembre de 2020, solamente el número de católicos era de 1.359.612.000 personas. Demasiada sal, pienso, yo. O tal vez muchísimos menos seguidores de Jesús en sus vidas, aunque eso sí, todos bautizados. Y pienso que, quizás, no haga falta que haya tantos bautizados; con muchos menos –pero de verdad seguidores de Jesús- se podría sazonar a la humanidad y hacer un mundo habitable y digerible. Jesús, por supuesto, no habría pensado en esta inmensa cristiandad o comunidad de bautizados de la iglesia católica, a los que hay que sumar los correspondientes de las otras iglesias cristianas. No hacen falta tantos para sazonar el mundo. Por eso, yo creo que es hora ya de dar, sin ningún tipo de miedos, “un adiós a esta vieja cristiandad, a esta iglesia de masas”, de personas que, en su gran mayoría, no son sal de la tierra, pues, una infinidad de ellas, a pesar de estar bautizados, no siguen el mensaje de Jesús, ni se adhieren a su estilo de vida. Y es que para seguir a Jesús y practicar su evangelio no basta con bautizarse, hay que tomar una decisión personal: no hay que dejarse arrastrar por lo que todos hacen; hay que salirse de la corriente para atinar con la vida.

El evangelista Mateo pone en boca de Jesús estas palabras: “Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos, porque eso significan la Ley y los Profetas. Entrad por la puerta angosta; porque ancha es la puerta y amplia la calle que llevan a la perdición, y muchos entran por ellas. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el callejón que llevan a la vida! Y pocos dan con ellos” (Mt 7,13-15).

Aunque hay muchos bautizados, sin duda demasiados, en realidad no son tantos los que entran por la puerta angosta del amor al prójimo como a uno mismo (propuesta del Antiguo Testamento) o del amor sin barreras como el de Jesús (“amaos los unos a los otros como yo os he amado”). Solo con ese amor –incluso a los enemigos- se puede sazonar este mundo donde la división, el odio y la muerte campan a sus respetos.

Vosotros sois la luz del mundo

A continuación, Jesus añade otra frase: “Vosotros sois la luz del mundo”.

Los mitos del Antiguo Oriente hablan con frecuencia de la lucha del héroe de la luz (por ejemplo, Marduk en Babilonia) contra el de las tinieblas, cuya derrota hace posible la creación del mundo. En los templos del antiguo Egipto ardían luces ante las imágenes del dios, como hoy en nuestras iglesias ante el Santísimo o ante determinados santos. Según la creencia de los maniqueos, el mundo y la humanidad surgieron de la mezcla de la luz y las tinieblas.

Sin luz no puede haber percepción visual; la luz manifiesta la hermosura y el orden de la naturaleza; es expresión de lo inmaterial y, por ello, especialmente adecuada para simbolizar la naturaleza espiritual de Dios. El ser humano depende de la luz hasta el punto de que, para indicar “nacer”, decimos “ver la luz”, “alumbrar una nueva vida”.

Los seguidores de Jesús son luz que debe manifestarse en obras de misericordia, en compasión y en amor hacia una humanidad que ha sido cegada y trasplantada a un reino de tiniebla y de muerte, como este en el que andamos sumergidos.

El Papa Francisco está denunciando estos días en el Congo este (des)orden de cosas. Sus palabras son una acusación de la tiniebla de este mundo capitalista y colonialista que impide que los pueblos vean la luz de la vida y del desarrollo, y alcancen una vida en dignidad. “Quiten las manos de la República Democrática del Congo, no toquen el África, -dice Francisco. Dejen de asfixiarla, porque África no es una mina que explotar ni una tierra que saquear… Que África sea protagonista de su propio destino”, -añade, defendiendo la dignidad del continente ante los abusos políticos: internos e internacionales… Y añade: “La República Democrática del Congo, atormentada por la guerra, sigue sufriendo, dentro de sus fronteras, conflictos y migraciones forzosas, y continúa padeciendo terribles formas de explotación, indignas del hombre y de la creación. Este inmenso país lleno de vida, este diafragma de África, golpeado por la violencia como un puñetazo en el estómago, pareciera desde hace tiempo que está sin aliento”… “Este país, abundantemente depredado, no es capaz de beneficiarse suficientemente de sus inmensos recursos: se ha llegado a la paradoja de que los frutos de su propia tierra lo conviertan en extranjero para sus habitantes. El veneno de la avaricia ha ensangrentado sus diamantes”… “Mirando a este pueblo se tiene la impresión de que la comunidad internacional casi se haya resignado a la violencia que lo devora. No podemos acostumbrarnos a la sangre que corre en este país desde hace décadas, causando millones de muertos sin que muchos lo sepan. Que se conozca lo que está pasando aquí. Que los procesos de paz que están en marcha, que aliento con todas mis fuerzas, dice Francisco, se apoyen en hechos y que se mantengan los compromisos”.

Francisco ha entendido bien el mandato de Jesús de ser “luz del mundo”.

Otro tanto tendríamos que hacer los cristianos allí donde estemos. Convertidos en luz, no para que se nos mire ni se nos vea, sino para que, como dice el evangelista Mateo, los demás “vean el bien que hacéis y glorifiquen al Padre del cielo”. “El bien que hacéis” se explicita en el contexto del sermón de la montaña o de las bienaventuranzas en las obras de compasión, misericordia y amor a todos, especialmente a quienes la sociedad por uno y otro motivo margina, dando vida a quienes habitan en sombras de muerte.

El evangelista Juan condensa la misión de Jesús en esta frase que pone en sus labios: “Yo soy la luz del mundo”. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).

Como Jesús, el cristiano está en el mundo para dar vida y vida abundante, siendo “sal y luz” en medio de un mundo envuelto en oscuridad y tiniebla.

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