Quinto domingo de Cuaresma
Primera lectura: Isaías 43, 16-21
Salmo responsorial: Salmo 125
Segunda lectura: Filipenses 3, 8-14
EVANGELIO
Juan 8, 1-11
Víctima del poder patriarcal “Revuelta de mujeres”
03 de abril de 2022
Vista panorámica de Jerusalén.
Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.
Jesús se fue al Monte de los Olivos.
Al alba se presentó de nuevo en el templo y acudió a él el pueblo en masa; él se sentó y se puso a enseñarles.
Los letrados y los fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron:-Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio; en la Ley nos mandó Moisés apedrear a esta clase de mujeres; ahora bien, ¿tú qué dices?
Esto se lo decían con mala idea, para poder acusarlo. Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como persistían en su pregunta, se incorporó y les dijo:-Aquel de vosotros que no tenga pecado, sea el primero en tirarle una piedra.
Él, inclinándose de nuevo, siguió escribiendo en el suelo.Al oír aquello, se fueron saliendo uno a uno, empezando por los ancianos, y lo dejaron solo con la mujer, que seguía allí en medio.
Se incorporó Jesús y le preguntó:-Mujer, ¿dónde están?, ¿ninguno te ha condenado? Respondió ella:-Ninguno, Señor.
Jesús le dijo:-Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante, no vuelvas a pecar.
¿Dónde está el amante?
Los letrados y los fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron:-Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio; en la Ley nos mandó Moisés apedrear a esta clase de mujeres; ahora bien, ¿tú qué dices?
Así comienza el relato de la adúltera. El libro del Levítico (20,10) nos dice el castigo que conlleva el adulterio, aunque no especifique el modo del mismo: “Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, serán castigados con la muerte: el adúltero y la adúltera”. Ambos, hombre y mujer serán castigados.
El libro del Deuteronomio (22,21) informa sobre cómo hay que actuar ante la circunstancia de un hombre que se casa con una mujer y descubre que esta no era virgen antes del matrimonio: “Sacarán a la mujer a la puerta de la casa de su padre y los hombres de su ciudad la apedrearán hasta que muera…”. Nada se dice del varón con el que la mujer tuvo relaciones sexuales previamente.
Según el libro de los Números (5,1-11), el marido que sospechaba de la infidelidad de su mujer debía llevarla al sacerdote. Este le hacía beber una mezcla de agua y ceniza del suelo del santuario, mientras decía: “Si has engañado a tu marido, estando bajo su potestad, si te has manchado acostándote con otro que no sea tu marido… entonces que el Señor te entregue a la maldición entre los tuyos, haciendo que se te aflojen los muslos y se te hinche el vientre; que entre esta agua de maldición en tus entrañas para hincharte el vientre y aflojarte los muslos”. El método puede parecernos poco convincente en orden a probar la presunta infidelidad de la esposa. Las mujeres que tuvieran un estómago a prueba de veneno podrían permitirse el lujo de ser adúlteras… Curiosamente, nada se nos dice del caso en el que el infiel fuese el marido.
Finalmente, el libro del profeta Ezequiel (16,40), en un texto alegórico, en el que el pueblo de Israel es representado como una esposa infiel, reivindica para esta, entre otras, la pena de lapidación.
En realidad no sabemos si los romanos permitían a los judíos aplicar la pena de muerte o no en estos casos. Por Juan 18,31 parece que no: “Les dijo entonces Pilato: -Lleváoslo vosotros y juzgadlo conforme a vuestra Ley. Le dijeron entonces las autoridades judías: -A nosotros no nos está permitido matar a nadie”. Al parecer, desde el año 30 de nuestra era los romanos habían retirado al sanedrín judío el derecho a ejecutar la pena de muerte.
Dos cosas nos llaman la atención en este relato: En primer lugar, nada se dice del amante de la mujer, ni de su condena y, en segundo lugar, la mujer es un mero pretexto para tentar a Jesús.
Una propiedad del marido
Sabemos que la mujer en aquel tiempo era propiedad del esposo, y que este llevaba las de ganar en todo momento. Ser mujer en Palestina, en la época de Jesús, no era fácil. La mujer ocupaba un lugar secundario en la sociedad y en la familia, estando siempre sometida: o a su padre, mientras era soltera, o a su marido, cuando contraía matrimonio. En el matrimonio, su función era servir y dar hijos -varones, si quería ser más valorada. La situación de la mujer en tiempos de Jesús dejaba, por tanto, mucho que desear. Su equiparación en derechos y obligaciones con el hombre era todavía un lejano sueño. Dentro del matrimonio, la mujer no tenía acceso al divorcio, privilegio del que el varón podía hacer uso casi arbitrario, pudiendo despedir a la mujer incluso por cualquier motivo, según la escuela del rabino Hillel, contemporáneo de Jesús. Reducida a mera propiedad del marido, la esposa no era amparada por las leyes dictadas por y en favor de varones.
La desigualdad radical entre ambos sexos se ponía en evidencia con ocasión de la legislación sobre el adulterio. Así, el Antiguo Testamento considera adúltero al marido que entabla relación sexual con una mujer casada o con una prometida, pero no cuando se trata de una soltera. Por el contrario, la esposa es considerada adúltera por cualquier tipo de relación sexual extramatrimonial, con casados o solteros. Al fin y al cabo, en aquella sociedad “marido” se decía “ba`al”, palabra hebrea que significa “señor, amo, propietario”. El noveno mandamiento de la Ley de Dios, formulado por la iglesia como “No desearás la mujer de tu prójimo”, en su versión original decía: “No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su burro, ni nada que sea de él (Éx 20,17). En realidad, en aquella sociedad patriarcal, la mujer era considerada una propiedad más del marido, tal vez la más preciada
En todo caso, el texto del evangelio no deja lugar a dudas acerca del castigo que se debe aplicar en caso de adulterio, siguiendo la Ley de Moisés: pena de lapidación.
La mujer como pretexto
Fariseos y letrados no acuden a Jesús porque confíen en su buen criterio o porque reconozcan autoridad a su palabra o porque lo consideren juez que pueda decidir la suerte de la mujer. En realidad, la mujer sorprendida en adulterio no es sino un mero pretexto para que aquellos tiendan una trampa a Jesús. Aquellos guardianes de la legalidad y de la moralidad acusan sólo a la mujer. Y piden a Jesús que dé su opinión sobre lo que había que hacer, con la intención de ponerlo ante el dilema de saltarse la Ley (de Dios), expresada por Moisés, o compartir la responsabilidad de la muerte de aquella mujer, no ejerciendo la misericordia hacia ella: «Esto se lo decían con mala idea, para poder acusarlo».
Caídos en la trampa
Que la mujer es culpable de adulterio no cabe duda. Jesús mismo sabe que ha pecado y la invita a no pecar más. Pero este irá a la raíz del problema y dejará que cada uno actúe en consecuencia.
Por eso dice:
‑A ver, el que no tenga pecado, que tire la primera piedra. Volvió a inclinarse y siguió escribiendo en la tierra. Al oír aquello se fueron saliendo uno a uno, empezando por los más viejos, y él se quedó solo con la mujer, que seguía allí delante. Se incorporó y le preguntó: ¿Dónde están los otros? ¿Ninguno te ha condenado? Contestó ella: ‑Ninguno, Señor. Jesús le dijo: -‑ Pues tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar” (Jn 8, 1‑11).
Fariseos y letrados caen al fin en la propia trampa. Y ante la evidencia de su pasado pecador, se retiran comenzando por los más viejos. Jesús tiró la primera piedra contra aquellos, representantes de una sociedad patriarcal en la que el varón dominaba a la mujer, con frecuencia desamparada ante la arbitrariedad de sus legisladores, situada en clara inferioridad respecto a los hombres, vejada en sus derechos más fundamentales, reducida al espacio de lo privado y a propiedad del marido o esclava de su señor. El amante de la mujer, igualmente adúltero y reo de muerte, como hemos dicho, ni siquiera se menciona en este relato en el que, en el peor de los casos, ambos deberían ser juzgados y condenados.
Víctima de la sociedad patriarcal
La cosa queda clara. En aquella sociedad patriarcal, con unas leyes hechas por y para beneficio de los varones, las mujeres eran víctimas del poder patriarcal.
Como sucede todavía hoy, lamentablemente. Es verdad que, en nuestra sociedad, a impulsos del movimiento MeToo, la igualdad hombre-mujer progresa a marchas forzadas. Pero también es cierto que aún quedan muchos peldaños por subir hasta conseguir la plena igualdad hombre-mujer, pues hay un techo de cristal difícil de romper en la mayoría de los casos, que impide a la mujer conquistar los primeros puestos de responsabilidad en todos los sectores.
¿Igualdad hombre-mujer en la Iglesia?
Pero, y en la Iglesia ¿se justifica esta desigualdad? ¿No estamos todavía anclados en el pasado, en una sociedad patriarcal, regida por y para varones como en tiempos de Jesús? Lamentablemente hay que decir que el sistema machista y patriarcal atraviesa a la Iglesia veintiún siglos después, precisamente cuando el movimiento feminista, civil y laico, ofrece referencias, que ayudan a las mujeres en la Iglesia a interpretar y reivindicar su lugar dentro de la institución, al mismo nivel que los varones, compartiendo igualdad en tareas, responsabilidades y liderazgos.
En el mundo católico esto no se ha logrado todavía, al estar abanderada la estructura eclesial solo por varones y célibes. Sin embargo como se afirma en el comunicado del movimiento Revuelta de mujeres en la Iglesia -una plataforma española en sintonía con las redes Voices of Faith y el Catholic Women’s Council, María 2.0 y otras- “las mujeres –que son, por cierto, mayoría en las iglesias en las tareas de voluntariado, en las celebraciones religiosas, como catequistas, en los consejos parroquiales, en los movimientos, asociaciones, centros recreativos y en el mundo educativo de la infancia y juventud, en las órdenes religiosas- constituyen una parte –tal vez la más importante- de la Iglesia en el siglo XXI.
¡Basta ya!
Esta “Revuelta de mujeres” grita con fuerza:
¡Basta ya!… a seguir siendo invisibilizadas y silenciadas dentro de la Iglesia, a ser tratadas con condescendencia como si fueran menores de edad, a ser discriminadas por razón de sexo y de género, a no ser debidamente representadas en la institución eclesial, a no poder estar presentes en la toma de las decisiones más importantes, a no ser reconocidas como sujetos de pleno derecho, con voz y voto a igual que los varones, a que se les niegue el sacerdocio precisamente por ser mujeres; en definitiva, a una imagen de Dios representado con caracteres exclusivamente masculinos.
Ojalá que la proyectada XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los obispos, que tendrá lugar en Octubre de 2023, acabe con esta injustificada y antievangélica discriminación de la mujer, que debe ser igual al varón dentro de la iglesia en todos los niveles. Nada hay en el Evangelio que impida que las mujeres accedan incluso al sacerdocio, situándose en igualdad con los varones. Los tiempos han cambiado y la iglesia no puede quedarse anquilosada en el modelo de sociedad patriarcal y jerárquica que la ha configurado a lo largo de tantos siglos. No fue así al principio del cristianismo, ni se puede decir que fuese voluntad de un Jesús que nunca se decantó por el poder o por establecer jerarquías, sino por la fraternidad y el servicio. “O renovarse o morir”, se suele decir. “Cambiemos, para permanecer inmutables”, decía mi profesor de arqueología, como norma de vida que debe aplicarse a la iglesia hoy, si no quiere quedarse anquilosada en un pasado, en el que con frecuencia no fue fiel al evangelio.
La actitud de Jesús frente a la adúltera supuso para esta dejar de ser un simple pretexto para tentar a Jesús, y sirvió para que este desenmascarase el cinismo y la hipocresía de los dirigentes religiosos del país. Gracias a Jesús, aquella mujer encontró de nuevo la vida que fariseos y letrados, representantes del sistema religioso patriarcal, estuvieron a punto de ahogar para siempre.
Nota sobre la transmisión del texto del relato de la adúltera
La historia de la transmisión del relato de la adúltera que se encuentra en el evangelio de Juan no pertenece a este evangelio en el que vino a insertarse tardíamente, ya que su vocabulario y estilo no cuadran con el vocabulario y estilo de este evangelio.
Parece ser que este relato circuló como una hoja volante, perteneciente más bien al evangelio de Lucas, evangelio en cuyas parábolas se muestra la inmensa compasión de Jesús hacia los pecadores y excluidos. Llama la atención que este relato no aparece en el Papiro 66, el testimonio más antiguo del evangelio de Juan, que data de alrededor del año 200, siendo el Codex Bezae, del s. V, el primero que lo inserta en este evangelio. A finales del siglo IV, San Jerónimo dice que lo encontró ya en manuscritos griegos y latinos. En latín, no en el original griego, aparece ya en la Vulgata (a finales del s. IV). Hay manuscritos posteriores que lo sitúan después de Lc 23,37ss. Otros manuscritos, también anteriores al s. V, dejan un espacio en blanco después del v. 52 del capítulo 7 del evangelio de Juan, donde debería insertarse, como si los copistas hubieran conocido la existencia del mismo.
No sabemos el porqué del periplo de este relato hasta llegar a formar parte de evangelio de Juan, pero tal vez, anduvo como una hoja volante, debido a la rígida posición de la iglesia primitiva frente al adulterio como puede verse en 1 Cor 6,9-10:¿Habéis olvidado que la gente injusta no heredará el reino de Dios? No os llaméis a engaño: los inmorales, idólatras, adúlteros, invertidos, sodomitas, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios” (cf. Heb 13,4; Mt 19,19 y Lc 16,18). Esta posición aparece muy mitigada en el relato de la adúltera donde se muestra a un Jesús compasivo y misericordioso con esta mujer, salvándole la vida. Tal vez para que no se perdiese, el relato de la adúltera terminó situado al final del capítulo 7 y principio del 8 del evangelio de Juan, donde se halla.
El capítulo 8 de este evangelio, -que gira en torno a la denuncia que hace Jesús de los dirigentes judíos- termina con esta frase: “(ellos) cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se ocultó saliendo del templo” (Jn 8,59). Al igual que con Jesús, los dirigentes judíos quieren también acabar lapidando a la mujer adúltera, que, gracias a este, se libra de ser lapidada por falta de acusadores. La versión castellana del Nuevo Testamento de Juan Mateos coloca este relato como un apéndice al final del evangelio de Juan.
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