Bautismo del Señor
Primera lectura: Isaías 42, 1-4. 6-7
Salmo responsorial: Salmo 28
Segunda lectura: Hechos 10, 34-38
EVANGELIO
Lucas 3, 15-16. 21-22
LO QUE DIOS QUIERE
9 de Enero de 2022
Bautismos en el Rio Jordan.
Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.
15 Mientras el pueblo aguardaba y todos se preguntaban para sus adentros si acaso Juan era el Mesías, 16declaró Juan dirigiéndose a todos:
-Yo os bautizo con agua, pero llega el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para desatarle la correa de las sandalias. El os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego… 21 Después de bautizarse el pueblo entero, y mientras oraba Jesús después de su bautismo, se abrió el cielo, 22bajó sobre él el Espíritu Santo en forma visible, como de paloma, y hubo una voz del cielo:
-Hijo mío eres tú, yo hoy te he engendrado.
A lo largo de la historia han sido muchos los que se han adjudicado en este mundo la difícil tarea de averiguar lo que Dios quiere, “su santa voluntad”, para proclamarla e imponerla de tejas abajo. Claro que hablar de “lo que Dios quiere” en este mundo nuestro, moderno, informatizado, globalizado, intercomunicado y casi autosuficiente, plantea cada vez más problemas.
Entre otras cosas porque hoy, no solo la existencia, sino la idea misma de Dios se cuestiona por cada vez más amplios sectores de la población. Ya en los años 80 del siglo pasado se hablaba de “la muerte de Dios”, de aquel “dios tapa-huecos” al que el ser humano acudía con rogativas y oraciones para buscar solución a los problemas que no alcanzaba a resolver. Poco a poco hemos llegado al convencimiento de que esa imagen de Dios no se mantiene en pie, pues en la medida en que el ser humano va progresando en ciencia y en conocimiento, va necesitando menos de ese Dios proclamado por la religión. De hecho en estos dos años de pandemia hemos acudido más a los médicos y a los científicos que a los santos y a Dios, convencidos de que son estos y no Dios quienes tienen que cuidar de la salud a ellos encomendada.
Nuestro mundo hasta hace muy poco ha vivido inmerso en esa falsa imagen del “Dios tapa-huecos”, en la creencia de la existencia de un ser, exterior al mundo, superior a nosotros, que, como Zeus, todo lo ve y lo controla, que premia a los buenos y castiga a los malos (algo que sabemos por experiencia que no siempre se cumple aquí abajo), y que rige los destinos de la historia desde arriba –el cielo-, así como de todos y cada uno de los seres humanos que habitamos el planeta. Ese Dios, que tiene mucho de griego y bastante de judío, es cada vez menos aceptado en nuestro mundo moderno y va perdiendo terreno a marchas forzadas.
Aunque esto no significa la muerte del “teísmo” entendido como “el cúmulo de creencias en torno a Dios en que se han movido las religiones desde su comienzo -hace ya casi 7.000 años hasta ahora-“, sino tal vez la entrada en una era nueva, que algunos comienzan a llamar la del “no-teísmo”, en la que se plantea otro modo de entender y vivir esa realidad radicalmente otra a la que llamamos “divinidad”, tal vez no lejana ni externa a nuestro mundo, sino interna y connatural a este, aunque difícil de precisar. En lenguaje mitológico, el libro del Génesis (1,1) se refiere a esa divinidad como Ruah (= El Espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas al principio de la creación), o al Espíritu que anunció el ángel a María con estas palabras: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso al que va a nacer lo llamarán ‘Consagrado’, ‘Hijo de Dios’ ”(Lc 1,35); hijo de un Dios a quien Jesús se atrevió a llamar en su tiempo: Abbá (=papá) y al que la primera carta de Juan define como “amor”: “El que no ama no tiene idea de Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4,8). Llamémosle como le llamemos, de Dios no se puede hablar si no es con lenguaje metafórico y estas metáforas pueden seguir siendo válidas a los seguidores de Jesus hasta tanto no encontremos otras más adecuadas al lenguaje de este mundo moderno y racional.
La verdad es que del Dios antiguo de las religiones, y no solo de la cristiana, hemos creído saber mucho más de lo que sabemos. Por lo que a los seguidores de Jesús toca, se trata de un Dios que ha cambiado a lo largo de la historia del Pueblo de Israel, pasando, gracias a Jesús, de ser “el Dios del pueblo elegido” al Dios que invita a configurar una nueva humanidad, una fraternidad no dividida, formada por todos los pueblos de la tierra, un mundo en el que no haya excluidos del pueblo ni pueblos excluidos.
Lamentablemente, en nombre de ese Dios antiguo e interpretando su divina voluntad se han cometido las más grandes barbaridades a lo largo de la historia. Porque ese Dios parece haber querido de todo: desde la guerra, la pena de muerte, la intolerancia para con los no católicos, la inquisición, la caza de brujas (curiosamente siempre mujeres), la expulsión de los judíos, la imposición del evangelio por la fuerza, las cruzadas y tantas otras barbaridades difícilmente conciliables con el evangelio de Jesús. Estas han sido algunas de las erradas voluntades divinas según las no menos equivocadas mentes humanas. Esos intérpretes de la voluntad de Dios impusieron además al pueblo durante siglos la tan poco evangélica virtud de la “obediencia ciega”: “El que obedece no se equivoca”, proverbio que permitía al superior, de cualquier categoría que fuese, “hacer de su capa un sayo” y tener sometido al pueblo sencillo, matando cualquier expectativa de cambio.
También hoy se propone como voluntad divina, con valor duradero, lo que no es sino voluntad humana transitoria. La defensa a ultranza de un casi único modo de concebir la familia, la imposición de una moral tradicional basada en viejos principios, heredada en gran parte del mundo greco-romano, un determinado tipo de moral sexual arcaica que ignora la sicología y la biología o la defensa a ultranza de una escuela anclada en valores tradicionales, mal llamados cristianos, no son sino propuestas de voluntad divina para un mundo que ya no acepta los antiguos principios “porque sí”, ni el “ordeno y mando” por sistema.
Por eso, al comienzo del año, me he atrevido a buscar en las páginas del Evangelio “lo que Dios quería” para su hijo Jesús, lo que Jesús mismo creía que era la voluntad o designio de Dios sobre el que debería basarse la convivencia humana. Y la verdad es que no he encontrado recetas mágicas, ni fórmulas demasiado concretas, ni códigos bien articulados. Sólo he hallado algunos principios generales, básicos, fundamentales, una especie de norma suprema compuesta de bien pocos artículos, pero no por ello menos exigente.
Para no andar divagando o inventando nuevas teorías he abierto el evangelio y he leído lo que sigue:
“Mientras el pueblo aguardaba y todos se preguntaban para sus adentros si acaso Juan el bautista era el Mesías, declaró este dirigiéndose a todos: -Yo os bautizo con agua, pero llega el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para desatarle la correa de las sandalias. El os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego…”.
El evangelio de Mateo dice en este pasaje: “‑¿Tú acudes a mí? Si soy yo quien necesita que tú me bautices. Jesús le contestó: ‑Déjalo ya, que así es como nos toca a nosotros cumplir “todo lo que Dios quiera (literalmente: “toda justicia”). Entonces Juan lo dejó” (Mt 3,14-15).
Cuando sucedió esto, Jesús estaba a punto de comenzar una nueva etapa en su vida, la de maestro itinerante. Pues bien, “lo que Dios quería” para Jesús era que Juan lo bautizase. Pero el bautismo de Jesús no podía significar, como el del pueblo, una muerte individual al pasado de pecado. Su bautismo era, más bien, un compromiso de muerte en el futuro, o mejor, de ir muriendo día a día para dar vida hasta dar “la” vida. Su bautismo significaba comprometerse a pasar por el mundo haciendo el bien y a liberar a los oprimidos por el diablo (Hch 10,38), o como había dicho el profeta Isaías, estar dispuesto a promover fielmente el derecho, sin vacilar ni quebrarse hasta implantarlo en la tierra, empeñarse en la tarea de abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas (Is 42,1ss; Lc 4,18).
Este compromiso de Jesús al sumergirse en las aguas del bautismo fue ratificado por Dios cuando “después de bautizarse el pueblo entero, y mientras oraba Jesús, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma visible, como de paloma (esto es, con la querencia de una paloma que vuelve a su nido), y hubo una voz del cielo: -Hijo mío eres tú, yo hoy te he engendrado” (Lc 3,21-22). Lenguaje, por cierto, simbólico que, en modo alguno, pretende describir hechos sucedidos realmente.
El hijo de Dios, su hijo predilecto es el mismo Jesús que diría más adelante: “He venido para que tengan vida y vida abundante” (Jn 10,10), poniendo fin a tantas falsas voces divinas que han ido sembrando por el mundo a lo largo de los tiempos semilla de muerte.
Tal vez lo que Dios quiere para nosotros sea un bautismo de esta clase, único modo de implantar un orden más justo en el que, gracias al amor, florezca la vida, que comienza cuando se abre camino la justicia y no se pisotean los derechos de nadie.
Tarea de cada uno es averiguar el modo concreto deponer esto en práctica en el entorno en que vive este año 2022, lamentablemente tercer año de pandemia.
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