¿UN MUNDO DE IGUALES?

Primera lectura: Baruc 5, 1-9
Salmo responsorial: Salmo 125
Segunda lectura: Filipenses 1, 3-6. 8-11
Evangelio: Lucas 3, 1-6

3 1El año quince del gobierno de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide y Lisanio tetrarca de Abilene, 2bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, un mensaje divino le llegó a Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto.

3Recorrió entonces toda la comarca lindante con el Jor­dán, proclamando un bautismo en señal de enmienda, para el perdón de los pecados, 4como está escrito en el libro del profeta Isaías:

Una voz clama desde el desierto:

“Preparad el camino del Señor,

enderezad sus senderos:

5que todo valle se rellene, que todo monte y colina se abaje, que lo torcido se enderece, lo escabroso se allane,

6y vea todo mortal la salvación de Dios”

No es tarea fácil la de igualar a los humanos. Llevamos tan metido en la médula de los huesos el deseo de sobresalir, de ser más, de distinguirnos de los otros, que hasta lo más profundo de nuestro ser se resiste ante semejante empresa.

Se habla de “igualar” mientras se está abajo, donde “igualar es sinónimo de “subir”. Menos se habla ya cuando se está arriba, donde equivale a “descender” para que otros suban de nivel. Para los de abajo, la lucha por un mundo igualitario es esperanzadora. Los de arriba mirarán con recelo todo programa en cuyo léxico entre este terrorífico verbo. Difícil y dura tarea. Los profetas que la tomen por bandera deberán refrendarla con sudores de sangre, encontrarán resistencia por doquier.

Que no somos iguales los humanos, o que “unos somos más iguales que otros” es un axioma que no hay que demostrar.

Vivimos en un mundo donde la desigualdad campa a sus respetos. “La pandemia ha supuesto un retroceso en la lucha contra la disminución de la pobreza y un incremento de las desigualdades. Estas desigualdades tienen diferentes formas que se van entrecruzando y van creando una realidad compleja y dinámica: precariedad laboral, debilidad de los servicios públicos fundamentales como la salud, y la educación, emergencia climática y desplazamientos forzados, migraciones, racismo institucional… Estas desigualdades, en plural, representan proyectos de vida truncados y heridas en la fraternidad a gran escala… Con la pandemia, la distribución de la riqueza explica, de forma evidente, la afectación del virus y su impacto desigual por zonas geográficas. Lo vemos en la distribución de las vacunas en todo el mundo. (Véase “Papeles de cristianismo y justicia: Aprendizajes de la pandemia: diez palabras clave, Nov 2021).

La desigualdad, como decía, se ha incrementado con la covid-19 llevada hasta el extremo de un reparto desigual de las vacunas en el mundo: mientras que en los países desarrollados se ha alcanzado una media de vacunación de al menos la primera dosis del 70 por ciento, hay países de África donde apenas se ha podido vacunar al 11 % de la población (Véase http://www.rtve.es/noticias/20211130/vacuna-coronavirus-mundo/2073422.shtml)

En los últimos tiempos hemos asistido además al espectáculo vergonzoso de haber tenido que tirar vacunas por haber caducado o haberse estropeado. De acuerdo con un informe publicado recientemente por la revista médica británica BMJ, a finales de 2022 se podrán haber desperdiciado un total de 3.755 millones de dosis en el caso de que no se donen y caduquen. (Donar es difícil porque las farmacéuticas lo prohíben en algunos casos por contrato; y que caduquen es sencillo porque la fecha límite para su uso es de seis meses).

Como puede verse, vivimos en un mundo claramente desigual tanto a pequeña como a gran escala.

Pero “igualar” no es uniformar, no significa perder la propia identidad o función para confundirse con la masa. Es, más bien, situarse en un nivel en el que haya para todos, y lo que a unos sobra remedie la carencia de los otros. Y esto en lo económico en primer lugar, pero también en tiempo, educación y cultura, en derechos y cuidados, en esperanzas de futuro… “Igualar” es acortar la distancia que existe entre ricos y pobres, gobernantes y gobernados, hombre y mujer; es acabar con la dominación de unos sobre otros.

Por eso sólo se puede “igualar” desde una actitud de servicio incondicional. Sólo el que se hace servidor, quien se abaja y se pone a disposición del otro puede ser promotor de igualdad. Sólo renunciando a “privilegios y a superavit” de cualquier tipo se puede alumbrar un mundo de iguales.

El evangelio de Jesús va por ahí. Es una “buena noticia” para todos aquellos que sufren la marginación y la opresión, y teniendo derechos, como los que más, no los pueden ejercer. Basta con abrir la primera página de esa esperanzadora “buena‑nueva” para comprenderlo: “Que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios” (Lc 3,1ss). Utopía que parece no tener lugar ni cabida en nuestro mundo, maravilloso quehacer para una tarea de gobierno a nivel nacional e internacional, espléndido programa a pequeña escala para una comunidad cristiana, objetivo directo de un mundo más humano.

Así gritaba Juan Bautista, el último de los profetas del Viejo Testamento, el precursor del profeta por excelencia, Jesús de Nazaret. Juan miraba a la ciudad y a la vida pública con sus diversos estamentos y estratos sociales. Desde el desierto, fuera del sistema, gritaba a todos. Su mensaje comenzó a prender en el pueblo. Proclamaba lo de siempre, aquello por lo que sus predecesores los profetas habían luchado, aquello que aún no se había conseguido y por lo que habían sufrido persecución hasta la muerte: “¿Hubo un profeta que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, y a él lo habéis traicionado y asesinado vosotros ahora” (Hch 7,52). Así se expresaba Esteban ante la presencia de quienes terminarían asesinándolo a pedradas. Toda la historia de Israel, según él, estaba teñida de sangre de justos, injustamente caídos por una causa justa: la de alumbrar un mundo nuevo, allanado, igualado, hermanado. Tras la sangre derramada de Jesús de Nazaret, la del mismo Esteban estaba a punto de caer al suelo…

Para preparar “la venida del Justo”, y con él la del mundo venidero, los profetas invitaban a una sociedad más igualitaria. La voz del Bautista era su más viva actualización. También este tuvo un trágico final. Pero sus palabras y su vida alientan a quienes, tras él, emprenden la noble tarea de hacer un mundo más habitable por el camino de la igualdad.

El Papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti (22-24) constata cuánto hay que trabajar todavía para conseguir este objetivo. Dice así:

«Observando con atención nuestras sociedades contemporáneas, encontramos numerosas contradicciones que nos llevan a preguntarnos si verdaderamente la igual dignidad de todos los seres humanos, proclamada solemnemente hace 70 años, es reconocida, respetada, protegida y promovida en todas las circunstancias. En el mundo de hoy persisten numerosas formas de injusticia, nutridas por visiones antropológicas reductivas y por un modelo económico basado en las ganancias, que no duda en explotar, descartar e incluso matar al hombre. Mientras una parte de la humanidad vive en opulencia, otra parte ve su propia dignidad desconocida, despreciada o pisoteada y sus derechos fundamentales ignorados o violados». ¿Qué dice esto acerca de la igualdad de derechos fundada en la misma dignidad humana?

“De modo semejante, la organización de las sociedades en todo el mundo todavía está lejos de reflejar con claridad que las mujeres tienen exactamente la misma dignidad e idénticos derechos que los varones. Se afirma algo con las palabras, pero las decisiones y la realidad gritan otro mensaje. Es un hecho que «doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de defender sus derechos».

“Reconozcamos igualmente que, «a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado diversos acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y ha dispuesto varias estrategias para combatir este fenómeno, todavía hay millones de personas —niños, hombres y mujeres de todas las edades— privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud. […] Hoy como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la persona humana que admite que pueda ser tratada como un objeto…”.

¿Un mundo de iguales? No, todavía no. Pero esta es la utopía hacia la que hay que tender tanto a nivel de individuos, de grupos y de países. Ardua tarea si queremos dejar a las generaciones futuras un mundo mejor.


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