Ibicla /5. Siembra de iglesia. Ciento por uno en casas-campos, trabajos y bienes, con madres, hermanos/as e hijos

Culmino esta miniserie con Jesús “sembrador de familia” comentando unos pasajes de Marcos, Hechos y Mateo, que definen a la iglesia como multiplicación de bienes y familia. Para completar el tema habría que estudiar la tradición de Pablo.


El evangelio de iglesia no es juicio de ley y miseria, como a veces parece,sino buena noticia y siembra de abundancia (ciento por uno) en campos, familias y bienes. Es buen momento para pensar en ello y alegrarse, poniendo manos a la obra.

Disputa de familia. Estos son mi hermano, mi hermana y mi madre (Mc 3, 20-35)

La  nueva familia de Jesús   suscita una disputa  y exige una ruptura, pues son muchos los que se oponen a ella, pensando que destruye las estructuras de la vieja familia israelita, tanto en clave de nación (escribas), como  de intimidad (disputa con familiares “carnales”).   

El tema de la disputa lo plantean los escribas que bajan de la altura “sagrada” de Jerusalén, sede del templo (“casa” central de Israel), ciudad donde se anudan las tradiciones del pueblo. Traen la autoridad de la Ley, son hombres del Libro (sopherim) y están encargados de leerlo, comentarlo, actualizarlo, para bien del pueblo, al que quieren reunir formando una familia de ley. Han venido con poder de control, como representantes de la identidad israelita, frente a Jesús que la pone en riesgo; por eso, cumpliendo su deber más hondo, en nombre del mismo Dios, han dictado su juicio:

‒ Le acusan diciendo que está poseído por Beelzebul, Señor de la casa perversa (3, 22). Ciertamente, Jesús puede realizar exorcismos, pues expulsa a los demonios, cura a los enfermos, acoge a los posesos, abre su morada a leprosos, paralíticos y pecadores (cf. Mc 1, 21-2, 17). Pero lo hace de manera inicua, bajo el poder del Señor de la Morada adversa, Dios de la Suciedad (las moscas), un ídolo pagano (quizá originario de Ekron, en la franja filistea), identificado por los judíos con el Diablo.

 Según ellos, Jesús expulsa a los demonios en nombre (y con el poder)  del Príncipe de los demonios (3, 22), que es el Tentador primero, Satanás (en hebreo), llamado también Diablo (en griego), fuente y signo de todo lo malo. En otras versiones ese Diablo aparece como Mastema o Azazel y se dice que se ha opuesto a Dios, luchando contra su poder sobre la tierra. Bajo ese Príncipe combaten los innumerables demonios o espíritus menores, que llenan el mundo y lo infestan de enfermedad, locura y muerte, convirtiéndolo en una “casa demoníaca”; al servicio de ella se pone en el fondo Jesús, según la acusación de los escribas.

               La acusación resulta coherente. Dios es Señor de la Casa Buena, y ejerce su reinado a través del templo de Jerusalén y de la ley de los escribas, instituyendo así el verdadero judaísmo. El Diablo es Señor de la Casa Perversa y quiere destruir la obra de Dios, utilizando para ello a Jesús, que actúa bajo signo de bien, como hombre piadoso (ayudando a unos posesos y enfermos), pero con el fin de engañar mejor al pueblo y destruir al judaísmo, encerrando a todos bajo el reinado final de Satanás.

              Para el evangelio, el problema no es saber si hay o no hay Dios en teoría, sino saber dónde y por medio de quién se manifiesta y actúa, fijando así el lugar de su presencia. Eso es lo que preocupa a los escribas.Ciertamente, ellos no son unos perversos; tienen buena conciencia y, en nombre de su visión de Israel, piensan que Jesús es un peligro, pues destruye las claves de su identidad sagrada. Por eso, su más hondo deber como escribas (con Dt 17) les obliga a dictar su sentencia.

                        Todo ha comenzado en realidad con un gesto que parece pequeño: Jesús ayuda a los proscritos, acoge a los posesos, pecadores, publicanos…, superando de esa forma los muros de una identidad cerrada y abriendo la casa/familia mesiánica a los antes rechazados. Por defender su identidad “nacional”, por rechazar la salvación que ofrece a los antes proscritos le acusan los escribas. Jesús responde y dice que él realiza sus exorcismos por amor al más amplio y verdadero Israel, por ofrecer lugar de vida a los más necesitados, creando así la casa de Dios.

  1. Rebeldía de Jesús, juicio de familia. Los parientes de sangre han venido llevarle a la fuerza (kratêsai) porque dicen que está loco o fuera de sí (Mc 3, 21). No le toman por endemoniado, como los escribas de 3, 22-30, sino por perturbado: ¡Ha roto el honor de su casa, es una vergüenza para su familia! Por eso, su madre y hermanos quieren llevarle otra vez al hogar de su origen israelita, para que allí se tranquilice, vuelva en sí, como buen hijo de casa y no ponga en riesgo el orden sagrado de Israel (3,21).

              Así intentan hacer con Jesús un juicio de familia. Por eso vienen, en medio del gentío. No le acusan como los escribas (¡tiene un espíritu impuro!), pero de hecho aceptan su argumento, pues dicen que está loco (exestê), no es dueño de sí. Los escribas de Jerusalén le llaman endemoniado (poseso), sus familiares le describen como “loco”: No tiene control de sí mismo, ha perdido la razón (así le acusan, pues identifican la razón o la verdad con un tipo de orden sagrado de Israel, con su forma de entender la familia).

              Ésta es quizá la  más dura de las acusaciones que han podido alzarse contra Jesús. Llamándole loco (¡está fuera de sí!), sus familiares le descalifican. Según su autoridad genealógica ellos pueden sujetarle y llevarle a su casa. Por eso vienen. Significativamente, son hoi par’autou (Mc 3, 31), los que son/están a su lado, es decir, sus “allegados”, representantes de la ley de la casa. Vienen con la madre, lo que supone que su padre ha muerto o que ha perdido su autoridad sobre Jesús (cf. tema 12), y así forman su “consejo de familia”, la máxima autoridad que puede darse en Israel. Pues bien, Jesús no les acepta, no se somete a ellos, realizando aquello que a los ojos de muchos israelitas constituye el mayor de los pecados posibles, un pecado que en sentido estricto implica condena a muerte, conforme a la ley del “hijo rebelde” (cf. Dt 21, 18-21).

Y vino a casa, y de nuevo se reunió la gente, de manera que no podían ni comer. Y sus parientes  (hoi par’autou) al enterarse, salieron para agarrarlo, pues decían: ¡Está fuera de sí!…  Y llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, lo mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron: ¡Mira! Tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.  Respondiendo les dijo:

‒ ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor, en corro, añadió: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mc 3, 20-21. 31-35).

                Jesús está en la casa (oikos: 3,20), rodeado por la multitud (el okhlos de 3,20 reaparece en 3,32) que le busca y escucha, formando en su entorno la nueva comunidad mesiánica, cuando vienen a prenderle su madre y hermanos, fundándose en la autoridad que les conceden las viejas normas familiares de Israel. La gente le advierte: ¡Mira! tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan (3,32). Pero Jesús no les acepta ni recibe:

 ‒ Jesús ha entrado en su propia casa (eis oikon: 3, 20) donde la muchedumbre se sienta en torno a él (peri auton: 3, 32). Sus parientes (hoi par’autou) vienen a prenderle y llevarle a la casa familiar antigua, porque sólo un loco (que está fuera de sí) puede hacer lo que él hace: ¡Rompe la identidad genealógica de su familia, destruye la tradición, formando un hogar distinto, una comunidad centrada en torno a su persona, fuera de las normas del Israel eterno! Jesús ha convocado a unos “extraños”, haciéndoles familia a partir de su palabra, y de esa forma ellos permanecen sentados, escuchando, conversando, en una especie de celebración compartida de los misterios del reino, rompiendo las fronteras de la comunidad genealógica de Israel (3, 34).

 Sus familiares antiguos han venido, pero quedan fuera (exô) y le llaman  (3, 31-32). No entran a la casa, ni se sientan en el corro, ni quieren aprender los caminos del reino. Quedan fuera y mandan a Jesús que salga, abandonando la casa de su comunidad, para llevarle por fuerza (kratêsai: 3, 21) al viejo hogar de la familia nazarena (cf. Mc 6, 1-6). Se creen con autoridad para hacerlo… y evidentemente, en un sentido, están en lo cierto. Tienen la razón del “orden familiar”, de la ley “eterna” de las familias de Israel; les asiste el “derecho”, lo mismo que a los escribas de la escena paralela. Ellos no entran, se creen con poder para sacarle fuera. 

 ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?(Mc 3, 33). Conforme a lo anterior, la escena se define como una disputa radical sobre su identidad. Jesús ha creado una casa, con un grupo de personas que se sientan en su entorno y conversan con él, como nueva familia fundada en la libertad de Dios y en la palabra. Los parientes, en cambio, representan la vieja seguridad genealógica, el poder que se impone apelando a la tradición de Dios. Pues bien, por una parte, Jesús no cree en la razón de esos parientes que, sin escuchar su palabra, vienen a prenderle.  

              El texto comienza con la pregunta: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos…? Todos podrían responder que “sí”, pues conocen lo que supone el verdadero parentesco: Piensan que el tema está claro, que no hay nada que decir, porque saben desde siempre lo que es una madre y lo que son unos hermanos. Pues bien, la pregunta de Jesús quiere precisamente romper esa seguridad. No comienza afirmando nada, no parte de una certeza previa sino de una cuestión: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? ¿Sabéis reconocerlos de antemano?”. Con esas palabras, él pone un signo de interrogación sobre aquello que parecía más evidente en una sociedad sacral y familiarmente estructurada como aquella a partir de una genealogía.

     Su pregunta sirve para romper o superar las certezas anteriores de la historia y sociedad israelita en torno a la familia. Preguntar supone abrirse a una nueva experiencia. Parece que todos daban por supuesto que Jesús debía comprender e interpretar su misión a partir de su genealogía y de su familia carnal, como se había hecho en Israel. Pues bien, Jesús rompe ese nivel, para empezar de nuevo como Abraham que debe abandonar su familia antigua (Gen 12,1-7), como los primeros padres de la historia humana (Adán/Eva).

     Jesús puede preguntar así porque ha tenido una experiencia que le ha permitido descubrir el misterio de la nueva familia de Dios, desbordando los muros de la estrecha y fuerte identidad israelita: Ha descubierto a Dios como padre universal, vinculado a los pobres y expulsados, a quienes él quiere ofrece una familia. Su respuesta no se emite en plano de teoría: no es una discusión sobre los principios fundamentales de la fraternidad humana sino una constatación y creación de familia:

‒ Jesús responde con una verificación: mira hacia su entorno y descubre la gente que le busca, le escucha, le rodea. Permanecen sentados a su lado, en gesto de acogida y conversación: no van y vienen, no son ya unos simples transeúntes de la vida (como podían haber sido antes),  sino que se han establecido en una casa de familia, ellos, sus discípulos y seguidores, con los pobres y expulsados del gran mundo. Se sientan en corro, en situación de igualdad.  

Jesús ofrece las razones y claves de su nueva familia¡pues quien cumple la voluntad de Dios….! (3, 35a). La voluntad de Dios, que Jesús asumirá en la Oración del huerto (Mc 14, 37) y que el evangelio de Mateo ratifica en el Padrenuestro (¡hágase tu voluntad! Mt 6, 10), se expresa en la formación de la nueva familia de Dios. Es evidente que esa voluntad puede interpretarse de diversas formas. Los escribas de Jerusalén y los familiares antiguos de Jesús tenderían a pensar que ella se expresa en la estructura sacral del pueblo y en la fidelidad a la familia de la carne. Pero Jesús la entiende de otra manera, a través de la ayuda a los pobres, posesos, leprosos, expulsados, creando así una fraternidad universal donde todos tengan sitio (en especial los expulsados de la tierra).

               No ha venido a confirmar lo que ya existe sino a proclamar y realizar el reino de Dios sobre la tierra (Mc 1 ,14-15), construyendo así la nueva familia mesiánica. Su evangelio puede y debe entenderse así como génesis de la nueva familia de Dios. Él no está sólo. A su lado hay hombres y mujeres que le buscan, le escuchan y acompañan, recorriendo su camino y creando así familia. Por (con y para) dice Jesús esta palabra de nuevo nacimiento: «He aquí mi madre y mis hermanos. Pues quien cumple…» (Mc 3, 38).  Jesús el célibe (cf. tema 8) aparece ahora rodeado de una gran familia. Se ha separado de sus parientes antiguos, se ha independizado de ellos, ha iniciado otra familia.

‒ Nueva familia, espacio de gratuidad.  No brota por tradición genealógica (carne y sangre), sino en forma de comunidad de voluntarios del Reino, por el don de Dios y por la palabra (camino) de Jesús que ha ido llamando a los carentes de méritos o status, expulsados sociales, enfermos y pecadores, con niños y gente de pueblo, para compartir con ellos la buena noticia de la familia de Dios. Así se van juntando estos nuevos familiares, como grupo humano, en la casa de la vida compartida, porque Dios les ama,  porque Jesús les llama al Reino de Dios y porque ellos mismos se reúnen, formando así una nueva fraternidad. No les vincula la genealogía (¡no tienen que ser de “buenas” familias!), ni el dinero, el poder o autoridad social. Sólo la gracia de Dios  les convoca como hermanos en un nuevo tipo de casa.

‒ En esta familia hay lugar para las madres,  porque «¡los que cumplen la voluntad de Dios son mi hermano, mi hermana y mi madre…!». Eso significa que el término y función de madre constituye un elemento importante en su comunidad. Madres son para Jesús las personas que le van acompañando (ayudando) en el camino, expandiendo una experiencia que se encuentra quizá vinculada al recuerdo de su madre original, María (cf. Mc 6, 3). Pero en  este momento no se dice que la madre entre en la nueva casa, pues ella y los hermanos de Jesús no han querido asumir su nueva familia, sino que han venido a “prenderle”. Sólo más tarde, a través de la experiencia pascual, podrá decirse que la madre y hermanos de Jesús han entrado en la nueva familia de los “resucitados” (cf. Hch 1, 13-14).

‒ Es familia de hermanos y hermanas, sin distinción o jerarquía de sexos. Vienen a buscarle madre y hermanos (en perspectiva judía, sin hermanas). Jesús, en cambio, incluye en su respuesta a las hermanas, presentando así su nueva comunidad, donde ellas (hermanas) se sientan en corro, con hermanos y madres que cumplen la misma voluntad de Dios. Caben en su círculo varones y mujeres, sin imposición jerárquica de unos sobre otros, sin siervos, ni expulsados… Todos los que buscan la voluntad de Dios están incluidos en la familia de Jesús, empezando por los pobres.

‒ No hay en ella padres, en exclusión significativa que volvemos a encontrar en Mc 10, 28-30. Posiblemente había muerto ya José, a quien los otros evangelios presentan como padre (legal) de Jesús, pero el problema de fondo no es biográfico sino social y teológico en el sentido más extenso. En la nueva familia de Jesús hay hermanos, hermanas y madres…, pero no padres en el sentido patriarcal de jefes de familia, con poder para imponen su dictado  sobre el conjunto de los restantes familiares. No hay en esta casa de Jesús sacerdotes y escribas que dictan su ley desde arriba. Como principio de familia, llenando el hueco que ha dejado la falta de padre, viene a presentarse Dios, voluntad fundadora que vincula a hermanos, hermanas y madres de Jesús.

‒ En este nivel, el texto no habla tampoco de esposos/sas (y de hijos-hijas)a no ser que el término hermanos/as se entienda también en sentido matrimonial (cf. 1 Cor 9, 5). Sea como fuere, este pasaje no resalta el aspecto matrimonial  de la nueva familia. Como he destacado en cap 9, el evangelio supone la existencia de niños, pues al hablar “madres”, el texto alude también, al menos implícitamente, a los hijos. Por otra parte, el signo matrimonial es importante para Marcos, pues el mismo Jesús (al que ahora vemos como hijo y hermano de todos) aparecía veladamente como esposo de bodas del reino (Mc 2, 19), y resaltará después la exigencia de fidelidad del matrimonio, negando al esposo el “poder” de expulsar a la esposa (Mc 10, 1-12; cf. Cap. 11).  

Un texto de institución. Entendido así, Mc 3, 31-35 constituye el documento clave, dramático y profundo, de la constitución de la nueva familia del Reino, que no puede entenderse en sentido puramente espiritual, sino social y muy concreto. Jesús ha creado un grupo de seguidores como familia que le sigue  y acompaña, superando así la autoridad de sus familiares de sangre, impidiendo que ellos tengan el derecho a prenderle, llevándole a su casa, para situar en otro plano el sentido de hermanos, hermanas y madres en la nueva familia de su reino.

              En el camino que lleva de la muchedumbre desarticulada (okhlos de Mc 2, 20) a la nueva familia de madres y hermanos (distinta de la familia de los escribas de Jerusalén y de los familiares carnales de Jesús) se gesta la comunidad mesiánica, se despliega el evangelio. Quedan fuera los escribas, pues no aceptan el modelo de Jesús. Quedan a la puerta los parientes, pues deben superar el judaísmo genealógico y sus pretensiones de poder, si es que quieren entrar en el Reino de Jesús.  

Ciento por uno, un tema (también) económico (Mc 10, 28-31)

‒ Maestro bueno ¿qué haré…? (10, 17-18). Por todo lo que sigue, se puede afirmar que este hombre es un “buen judío”, y que no tiene problemas especiales: angustias interiores, dificultades familiares, rupturas sociales… Parece que lo tiene todo, sólo le falta alcanzar la vida eterna, y por eso pregunta a Jesús.

‒ Cumple los mandamientos (10, 19-20). El hombre ha preguntado, y Jesús le ha remitido a las normas sagradas del judaísmo, en gesto de profundo respeto y coherencia sagrada. Pues bien, el hombre le responde que las ha cumplido: Es un buen judío, conforme a la estructura y principios de su ley.  

‒ Jesús, mirándole, le amó y le dijo… Hombre a hombre, amor como a persona… (10, 21a). Con su mismo gesto (mirada de amor), Jesús supera el plano de la ley (mandamientos) y le ofrece su amor, en gesto que define todo el evangelio (emblepsas autô êgapêsen auton), mostrando así el principio de toda familia, en la base de todo orden social.

– Vende lo que tienes, dáselo a los pobres… ven y sígueme

  • El hombre se va triste…. En ese contexto se entiende la “negativa”: Este hombre se va suspirando, sin cumplir lo que Jesús le pide, porque quiere conservar aquello que tiene, porque su familia son en el fondo sus bienes (los suyos o los de su grupo), y ellos le definen.  

Tema clave. Mirándole le amó…

‒ Éste es un amor humano. Estamos al final de los relatos de la entrega de Jesús, Hijo querido de Dios, que aquí dirige una mirada de amor al hombre que ha venido a preguntarle, una llamada intensa y espontánea, que el rico no aceptó porque el amor es libre, y Jesús no puede imponerlo. Así aparece Jesús, mirando a este hombre con amor no correspondido (Mc 10, 21), como amante fracasado que sigue dando amor (familia) a quienes quieran escucharle, realizando así la obra de Dios, como supone  el texto clave de su evangelio (Mc 12, 28-34), cuando vincula amor de Dios y amor al prójimo. En esa línea, podemos afirmar que su amor a los hombres y mujeres responde al amor que ha recibido de Dios, que le llama Hijo Querido (Mc 1, 11; 9, 7).

‒ Abba, un Dios de familia: Un tesoro en el cielo, en el lugar del amor… Desde el contexto anterior ha de entenderse la invocación amorosa que Jesús dirige a Dios, a quien llama con nombre de amor, Abba (14, 36), utilizando una palabra de niños, pero también de hombres mayores, cuando se dirigen con cariño a sus padres.  

‒ Amor, experiencia universal. El amor que Jesús dirige el hombre rico, a partir de su experiencia del Dios amor, es un momento esencial y universal del evangelio. Para saber lo que es Dios/Amor no hace falta ser judío, ni haber pasado por la Ley a través de  un largo estudio. Basta ser persona. En esa línea, este Jesús, que es Hijo del amor de Dios, empalma con el origen de la humanidad, que se funda en el amor, como destacaba el Cantar de los Cantares (cf. tema 6). Ésta es la mayor novedad Jesús-Hijo, que ha podido ofrecer a todos  una experiencia de vida universal (profética, amorosa, divina). Quien haya tenido la dicha de nacer, y pueda agradecer la vida que le han dado, no sólo unos padres concretos (especialmente una madre), sino Aquel a quien puede llamar Padre en sentido superior, como origen del que brotan y donde se sustentan todas las cosas y, de un modo especial, su propio ser, podrá descubrir que la vida es don, gozando de ella y respondiendo ¡Padre!     

  1. Primera afirmación: ¡Qué difícilmente entrarán los que tienen riquezas en el reino de los cielos! (Mc 10, 23). ¡Qué difícilmente crearán familia los que se fundan en las riquezas… Jesús había mirado con amor al hombre rico (10, 21). Ahora mira a sus discípulos, de manera muy íntima, como desahogándose con ellosSu palabra se puede traducir, en nuestro contexto: Qué difícilmente formarán familia los ricos. La riqueza a la que alude Jesús no es por tanto algo neutral, un puro medio de comunicación, sino que ella aparece como poder maléfico, una propiedad demoníaca que posee al ser humano y le impide abrirse al reino. Donde la riqueza le domina, el ser humano (hombre o mujer) no puede formar familia verdadera, porque el principio de la familia es la gratuidad, es decir, la vida que se regala y comparte.

– Como un camello por el ojo de una aguja (10, 24b-25). Jesús repite lo ya dicho (¡qué difícilmente entrarán los ricos…!), introduciendo la comparación del camello que no cabe por el ojo de una aguja. Humanamente hablando riqueza y reino se oponen como un camello grande y un ojo de una aguja de coser; por eso, una familia fundada en el dinero no es familia.  

 Afirmación final: ¡Es imposible para los hombres, pero no para Dios, pues todo es posible para Dios(10, 27). Jesús vuelve a mirar a sus discípulos y en esa mirada transmite la fuerza creadora del reino de Dios. Por encima del poder destructor de las riquezas se revela así el misterio de amor del enviado de Dios, que retoma la famosa cita de Gen 18, 14 (cf. Mc 14, 36), donde se dice que todo es posible para Dios, de manera que él puede hacer que surja auténtica familia, una humanidad distinta, fundada en el amor.

– ¡Mira! nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (10, 28)… Pedro es la iglesia entera, no unos religiosos  solamente . Habla como portavoz del grupo (dice nosotros) y contrapone su conducta a la del rico, que ha rechazado la invitación de Jesús. Pedro y los suyos no han dejado a Jesús, a pesar de las dificultades del camino, sino que le han seguido, para ser su familia y  formar la iglesia, no sólo porque Jesús tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68-69), sino gestos y caminos de comunicación humana. La respuesta de Jesús forma la “carta magna” de la familia cristiana:

           En verdad os digo que no habrá nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre o hijos, o campos por mí o por el evangelio que no reciba el ciento por uno en este tiempo, en casas en hermanos y hermanas, en madres e hijos y en campos con persecuciones, y en el siglo futuro la vida eterna (10, 29-30).

– Dejar casa y campos, un tipo de familia fundada en el dinero.  Como he venido diciendo, la casa (oikia) abarca todo lo que sigue, es la familia entendida como lugar permanente de vida. Es el edificio donde se vive con sus posesiones (campos, bienes de producción y de consumo) y es, al mismo tiempo, la familia que allí vive (que se puede expandir hacia parientes más lejanos y criados). Dejar la casa o perderla sería perder las raíces donde la vida entera se sustenta, en plano de este mundo. Construir la casa es crear nueva familia. En ese sentido, casa es la familia entera, en un contexto tradicional, de fondo agrícola.

‒ Hermanos y hermanas forman el contexto horizontal de la familia. Son el grupo de la parentela, los que están vinculados por origen y opción en los gozos, posesiones y tareas de la vida. Es evidente que en este esquema general de hermandad pueden y deben incluirse esposo y esposa, aunque no se nombren. Normalmente, como expansión de ese plano, en la familia extensa solían incluirse otros parientes, criados y siervos o esclavos. Pero el evangelio de Marcos, desde su nuevo contexto social, sólo alude a hermanos y hermanas (lo mismo que en Mc 3, 31-35)

‒ Madre, padre e hijos forman la línea vertical, que se expresa en la genealogía: los padres como origen, los hijos como descendencia. Significativamente, en contra de una tendencia patriarcal, el texto cita a la madre antes que al padre. Sea como fuere, madre y padre, con los hijos en plural, entendidos como descendientes (tekna), arraigan al hombre en el tiempo y suelen tomarse como signo de Dios en cuanto principio (padres) y garantía de futuro (los hijos de las promesas patriarcales, de Gen 12 en adelante). Hay que indicar ya desde aquí que los nuevos “familiares” de Jesús tienen que dejar a padre y madre, pero después sólo reciben el ciento por uno en madres, no en padres, como seguiré indicando.

     ‒ Al final vienen los campos (agrous) en los que culmina esta enumeración de bienes, como expansión y concreción de la casa. Estamos en una sociedad agraria donde los campos de cultivo van unidos a la casa y forman parte de la entidad familiar (son fuente de riqueza, trabajo y alimento). En ese contexto es imposible hablar de casa patriarcal (autosuficiente, rica) sin campos (tierras, posesiones), administrados en familia, evidentemente en un contexto de propiedad y régimen jerárquico, con el padre de familia como dueño y responsable del conjunto de bienes y personas (aunque, como he destacado, al citar primero a las madre, este pasaje desactiva el sentido patriarcal del texto). Hay que destacar esto, porque el mundo moderno ha separado la casa (espacio de vida/familia) y los campos (lugar de trabajo), en un proceso lógico pero fatídico, pues nos permite hablar de familia sin tener en cuenta su profundo componente económico. Así hemos llegado a la situación fatídica actual, en la que se dice que se defiende a la familia, pero se impide que un gran mayoría de familias puedan compartir los “campos” (es decir, los bienes).

     Pues bien,  esas “posesiones” se pueden dejar por mí (=Jesús) o por el evangelio, es decir, por su mensaje o su causa, que es la nueva familia de Reino, pasando así de un plano “posesivo” a un plano de comunicación gratuita. No es que las “riquezas” antiguas desaparezcan, o se puedan abandonar por motivos puramente espiritualistas, sino que ellas han de entrar a formar parte de una nueva constelación familiar, como en Mc 3, 20-35, donde Jesús instauraba las bases de su nueva “familia de Reino”.

‒ Cientopor uno en bienes personales (madres, hermanos…) y materiales (campos, posesiones)… pero no en padres…. Se deja padre-madre, se recuperan madres, hermanos, campos… (sin padre). La gran mentira de una economía actual está en que ha separado la familia de los campos, las personas de los bienes. Quiere así que la familia se cure, que haya armonía…; pero separa el “ciento por uno” en familia del “ciento por uno” en campos y posesiones, mientras que Jesús ha vinculado ambos aspectos. Sólo se puede compartir de verdad la familia, en gesto de apertura gozosa a los demás (¡cien madres, cien hermanos, cien amigos y cien hijos…!), si se comparte la casa con los campos, es decir, el trabajo y los bienes económicos.

‒ Más que sobre una fe teórica, la iglesia se edifica sobre la comunicación económica y vital de los miembrosque forman así una familia o, mejor dicho, una comunión de familias, que al convertir su vida en don (al darlo todo) pueden abrir espacios de comunión económica y afectiva, personal y social… No se trata de crear una comunión espiritual (puramente ideológica), en torno a unas verdades generales, sino de suscitar una comunidad integral donde se comparten casa y campos, hermanos y hermanas, empezando así desde una perspectiva económica. Según eso, la comunidad de los seguidores de Jesús no es una  reunión de espíritus, como a veces se ha pensado y querido, sino espacio de comunicación de almas y cuerpos, experiencia de vida compartida. Significativamente, el texto no habla de “amor mutuo” (como hará el evangelio de Juan en un contexto semejante); pero es claro que este tipo de vida sólo es posible allí donde surgen vínculos nuevos de comunión-abiertos a “cien madre, hermanos…”.

‒ Esta comunidad de Jesús es “familia abundante”  y no lugar de prohibiciones o penurias, una familia que es posible allí donde los llamados y acogidos (los creyentes) van creando espacios de maternidad, fraternidad/sororidad y filiación, de forma que la participación de bienes se vuelve signo y garantía de una más intensa comunión de afectiva (hermanos, madres, hijos…). Es evidente que esta “apertura familiar” puede crear y crea dificultades, tanto en el plano afectivo como en el económico, pero el evangelio apenas ha insistido en ellos, destacando más bien la aportación positiva de las “cien casas, hermanos…”. En esta línea, el movimiento de Jesús ha venido a expresarse como un proyecto de transformación y unificación de familias.

‒ Esta familia es comunión de madres,  hermanos y hermanas (fraternidad y sororidad)… sin padres. Lógicamente, el padre-patriarca (dominando sobre el resto de la familia) tiene que desaparecer, lo mismo que la figura de un esposo dominador. Sólo dentro de una fraternidad abierta (cien hermanos…) y al servicio de ella puede y debe hablarse también de un padre  y de un esposo.   Sólo allí donde ha desaparecido el padre/ley, signo y portador del patriarcal, sólo se supera la  visión de un esposo que domina desde arriba a su esposa, puede hablarse de un Dios universal, que se revela a través de la comunidad de hermanos y hermanas. 

El seguidor de Jesús ha de superar un tipo de economía egoísta, al servicio de sí misma (o de su pequeña familia), para crear una forma de vida compartida, de trabajo en el campo y consumo, en línea de solidaridad, gratuidad laboral y multiplicación (con cien madre, hermanos…). Los que siguen a Jesús tienen que abandonar su tipo de familia antigua y sus bienes “por mí o por el evangelio”, es decir, por la causa de Jesús, al servicio de la comunidad universal del Reino. Se abandona así un tipo de vida porque se ha encontrado una superior, una realidad más importante, la nueva humanidad del Reino, donde no tiene sentido hablar ya de judíos y no judíos, de hombres y mujeres como separados, pues desaparece la figura del padre (que era representante de un tipo de estructura familiar y social de tipo patriarcal). 

Proyecto de Iglesia, dos modelos: Mc 10, 28-31 y Hch 2-4

Estas palabras de Mc 10, 28-31 nos sitúan ante un modelo primigenio de Iglesia, entendida en forma de comunidad de vida (familia), de trabajo y bienes. Éste es el modelo de familia-comunidad que Marcos ha situado en el momento fundamental de su evangelio, en el camino de ascenso de Jesús a Jerusalén. Éste es, por otra parte, un modelo que puede y debe distinguirse del que Lucas ofrece en Hch 2-4, al evocar la vida de la primera comunidad, sea la de Pedro y los Doce tras la experiencia pascual de Jesús, sea la de Santiago y su grupo en un momento posterior. Como seguiré indicando, la diferencia está en que Marcos nos sitúa ante una comunidad de producción y comunión, para este mundo, mientras que Hechos propone una comunidad de consumo final, pero no de producción. Los cristianos de Hech 2-4 no quieren crear una familia de vida en la tierra, sino de espera de Reino:

Los creyentes… vendían bienes y posesiones y las repartían según las necesidades de cada uno (Hch 2,45). No había entre ellos ningún necesitado, porque los que poseían casas o campos los vendían,  y entregaban el dinero a los apóstoles, que entregaban a cada uno según su necesidad (4, 34). Todos los creyentes vivían en unión y tenían todas las cosas en común, dando a cada uno según su necesidad.  Partían el pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón (Hch 2, 44-47).

     Esta “iglesia” de comunión de vida y bienes puede ser la de Pedro y los Doce al principio de la pascua, o la que crearon más tarde Santiago, el hermano del Señor y los “pobres de Jerusalén”, a los que alude Pablo (cf. Gal 2, 10), y de los que seguiremos hablando. Se trata de una comunidad de despedida del mundo y de preparación para el fin (o afirmación de que el fin ha llegado), una comunidad (=cooperativa) de venta de la propiedad particular y de consumo comunitario de lo así obtenido, pero no de producción, como supone Mc 10, 28-31. Esta diferencia nos sitúa en el centro de la organización económica (comunitaria) de la iglesia:

− Esta iglesia de Hechos evocan en principio una experiencia escatológica: El tiempo ha terminado, de forma que no tiene sentido el producir nuevos bienes. Por eso, los creyentes venden sus posesiones (campos), dejan de trabajar y consumen en común lo así obtenido, mientras llega el Cristo, en una fraternidad conmovedora, pero sin futuro.

 A diferencia de eso, Mc 10, 29-31 planifica una comunidad de comunicación activa, de trabajo y producción, para crear un tipo de abundancia distinta (ciento por uno). Por eso, los discípulos no venden ya los bienes raíces o inmuebles (casas, campos), para darlos a otros de fuera, sino que los trabajan en común, para producir unidos, a fin de compartir de esa manera con los pobres los bienes producidos, en un contexto de familia ampliada.

– El modelo de Hechos sólo evoca esta comunicación de bienes en clave de consumo, no de producción, en una línea que tiene rasgos luminosos, pero que olvida la tarea de la vida y que ha llevado de hecho a la comunidad en pobreza, como supone Gal 2, 10 y la colecta de Pablo: Cf. 1 Cor 16, 1-3; 2 Cor 8-9; Rom 15, 25-27).

– Marcos va en contra del modelo de Hechos. En la línea del evangelio de Marcos, este tipo de comunión escatológica y consumo interno de bienes, sin producción ni apertura a los restantes pueblos, resulta al fin improcedente, y por eso, él propone, en nombre de Jesús una “gran familia” de comunión y producción compartida de bienes, que no espera la llegada del fin (que venga Cristo y resuelva desde fuera los problemas), sino que va creando un camino abierto hacia ese fin, con la promesa del ciento por uno en este mundo. Según eso, el Jesús de Marcos no propone una iglesia de consumo escatológico, sino la creación de un tipo de familia abierta, de producción multiplicada de bienes y de relaciones. Este modelo de Marcos vincula dos temas centrales del evangelio:

(a) La multiplicación de la comunidad/familia, compuesta de hermanos, madres, hijos, una especie de “iglesia” de comunicación personal, que supera el modelo tradicional judío… (cf. Mc 3, 21. 31-35). Ciento por uno en familia (sin patriarcas… Los patriarcas no se multiplican las madres sí)

(b) Y la multiplicación de un tipo de “riquezas” (casas/campos, cf. 10, 22), entendidas en línea de propiedad, trabajo y consumo común, no porque llega el Reino que lo resolverá todo, sino para crear precisamente el Reino.

En esa línea nos había situado ya de alguna forma la experiencia más profunda de Gn 12,1-9, donde se dice que Abrahán lo dejaba todo para ponerse en camino hacia la tierra prometida de la humanidad reconciliada. El nuevo Abrahán que es Cristo nos invita así a seguirle, ofreciéndonos una experiencia radical (centuplicada) de bienes y familia, de tierra y pueblo.

De esa forma, Jesús hace posible el surgimiento y disfrute de nuevos valores económicos y familiares (que son inseparables), con el ciento por uno de casas/campos, madres, hermanos, hermanas e hijos… (cf. Mc 3,34-35: pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre es mi hermano, mi hermana y mi madre). De esa forma, la renuncia (dejar un tipo egoísta de vida) se vuelve por Jesús principio multiplicación. No se trata de negar, destruyendo lo que hay, sin más, sino de transformarlo y recrearlo, de manera que los mismos bienes (casa, familia, campos) se convierten en valor más alto (ciento por uno), apareciendo al mismo tiempo como signo y esperanza de la vida eterna.

En este contexto, Jesús propone un principio de familia y de economía en abundancia: Con la ayuda de Dios, en desprendimiento generoso, el hombre puede salvarse en este mundo, alcanzando el ciento por uno de los bienes que han de ser de todos y abriendo así un camino hacia el futuro (recibiendo en plenitud la vida eterna). Ésta es la más honda y verdadera conversión de la riqueza. Pedro y los suyos pensaban que los bienes de este mundo son inconvertibles, y por eso nadie se puede salvar. Jesús responde abriendo un camino de posesión compartida de los bienes en gesto de multiplicación de bienes (trabajo, comunión) y de familia

Jesús ha vinculado bienes económicos (riqueza) y afectivos (familia), con un desprendimiento total que se vuelve principio de comunicación y de riqueza, pues allí donde el hombre regala en gratuidad algo que tiene, recibe gratuitamente el ciento por uno, trabajando el campo, cuidando la casa, compartiendo la vida con cien madres, hermanos/as e hijos). El mismo regalo de la vida se vuelve así espacio de abundancia. Jesús no quiere negación por negación, sino negación para multiplicación.

Frente a la dinámica de exclusión y egoísmo de este mundo viejo, ha suscitado Jesús un camino de gratuidad que multiplica en amor familia y bienes. Allí donde los hombres asumen ese camino su vida se transforma, avanzando por lugares y experiencias de creatividad y gozo sorprendente, de manera que podemos hablar de una recuperación o recreación comunitaria. Los seguidores dejan la familia antigua con su riqueza particular, para compartir otra familia (=iglesia) de personas y bienes, en apertura a los pobres (cf. 10, 21). Gratuitamente dejan todo, pero más gratuitamente lo recuperan en clave de multiplicación, pues el evangelio aplica a las relaciones familiares la dinámica de fondo de la sección de los panes (cf. Mc 6, 14-8, 26, y en especial 6, 35-44 y 8, 1-8).

En la base sigue estando el principio de la donación y comunión de bienes. Sin este principio de gratuidad, sin el don más hondo de la misión del Reino (cf. Mc 6, 6-12), sin el desprendimiento radical de las riquezas que los creyentes ofrecen a los pobres, es decir, a todos los necesitados (sean o no cristianos), carece de sentido la familia mesiánica.

Pero ese mismo don de los bienes se vuelve principio de comunicación. Sólo allí donde los miembros de la comunidad ofrecen hacia fuera lo que tienen pueden compartirlo al interior del grupo, recibiendo el ciento por uno de aquello que han dado, pues la pobreza (vivida como gratuidad) se vuelve principio de riqueza superior, de tipo espiritual y material. La Iglesia mesiánica se entiende así como experiencia de comunión de familia, trabajo y bienes.

Éste es el secreto la iglesia mesiánica sin victimismo ni pauperismo. Ciertamente, es necesario darlo todo, cada uno lo suyo, pero ese don es siembra de generosidad que permite recibir y disfrutar en este mundo el ciento por uno del grano sembrado, como sabe la parábola central de Marcos (cf. Mc 4, 8). Es evidente que Jesús ha sembrado reino en toda tierra (entre leprosos y publicanos, posesos y enfermos…). Pero la misma simiente transforma esa tierra y consigue en el mundo el ciento por uno de cosecha en abundancia.

 La nueva comunión o iglesia mesiánica (cien madres/hijos, hermanos/as) aparece así como campo de trabajo productivo y casa grande (espacio de familia: cien hermanos, madres, hijos) de todos los creyentes. Dentro de ella, los hombres pierden su poder patriarcalista (¡no se recuperan cien padres en el ciento por uno!), pero ganan humanidad mesiánica, integrados en el ámbito más amplio de relaciones horizontales (fraternidad) y verticales (madres/hijos). En ese contexto, la fidelidad dual de los esposos (cf. 10, 1-12) recibe su sentido dentro del conjunto más extenso y gratificante de los cien familiares de la Iglesia, de manera que el matrimonio queda resituado dentro de ese ciento por uno de la comunidad de seguidores de Jesús.

CONCLUSIÓN. Mt 18, 15-20. Llama a la iglesia

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

El texto comienza diciendo “si peca contra ti tu hermano”, es decir, un miembro de la comunidad. Una familia en riesgo…No se trata pues de un pecado intimista (sólo entre el creyente y Dios), sino de tipo social, que enfrenta a unos creyentes con otros, poniendo en riesgo la unidad y vida de los hermanos. Esa fórmula (si tu hermano peca contra ti: eis sé.) puede indicar que se trata de un problema entre dos, pero el tú ofrece aquí un carácter colectivo, y así lo interpretan, en el fondo, aquellos manuscritos que ponen simplemente “quien peca”…   Se trata, pues, de un pecado de ruptura fraterna.

Por eso, a fin de restaurar la comunión se instituye un proceso humano de reconciliación, en regla, primero entre algunos hermanos concretos a quienes empieza afectando la ruptura y después entre todos los miembros de la comunidad. El principio y norma es el perdón, pero allí donde ese perdón no se acoge ni ofrece se rompe la comunión, centrada en la salvación de los pobres y en la universalidad mesiánica. Por eso, los que no perdonan, se desligan ellos mismos de la Iglesia.

        Ese proceso de separación resulta doloroso, pero es necesario y no puede delegarse, dejándolo en manos de otra instancia, como podría suceder en la administración imperial, donde las autoridades o instancias inferiores podían apelar al Cesar, que era juez supremo, por encima de las ciudades o provincias del imperio.

Según Mateo, cada comunidad de creyentes es autónoma, presencia de Dios, pues está formada por personas capaces de juntarse y resolver dialogando sus problemas, en un proceso en regla, que permite conocer las exigencias y límites de las comunidades. Quien no acepta el perdón, ni se deja cambiar se excluye a mismo de la comunidad. Le dijo Pedro ¿Señor, cuantas veces debo perdonar…? Respondió Jesús ¡Has de perdonar setenta veces siete! (18, 21-22).El perdón se entiende así como palabra final de la Iglesia. El perdón es, según eso, una experiencia de comunión universal, de la que se excluyen solamente aquellos que no perdonan ni se dejan perdonar  

Razón teológica y cristológica (18, 18).

18 18 En verdad os digo: todo lo que atareis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo

Según el testimonio de Lucas, en Hch 15, 28 ss., los participantes del llamado concilio de Jerusalén, donde coincidieron las grandes líneas de la Iglesia primitiva (Pedro, Santiago, Pablo), habían alcanzado un consenso de base, proclamando nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…, para fijar de esa manera los principios básicos de la misión y mensaje de la iglesia.

Pues bien, en esa línea, tras haber ratificado la tradición petrina (cf. Mt 16, 19), afirmando según ella el carácter universal de la Iglesia, edificada sobre la Roca de la confesión de Pedro, Mateo ha formulado en este nuevo pasaje su experiencia de la Iglesia, que se expresa y concreta en cada una de las comunidades, que poseen una autoridad definitiva, en comunión con otras posibles comunidades, pero sin depender de ellas, y recibiendo así el nombre universal de Iglesia. No se puede hablar, según eso, de una Iglesia superior (universal) de la que dependen las iglesias concretas, ni de una suma de iglesias particulares, que forman así la Iglesia universal. Al contrario, cada comunidad es la Iglesia universal, concretada en un tiempo y lugar, con la misma autoridad creadora que había recibido y ejercicio Pedro en el principio. Así lo ratifica esta primera palabra de institución eclesial:

Estas palabras, lo que atareis y lo que desatareis se dirigen a cada comunidad de cristianos, afirmando que ella tiene la autoridad suprema, que se concretiza en la doble sentencia de atar y desatar, es decir, de acoger o no acoger, de confirmar o abrogar.

Los judeocristianos habían sostenido sostenían que nadie puede desatar (lyô) los mandamientos de la ley (5, 19); pero Pedro había recibido las llaves del Reino, como primer escriba, intérprete de Jesús, y así pudo atar y desatar, estableciendo los principios de vida de la comunidad (cf. 16, 18-19). Pues bien, lo que hizo Pedro (para toda la iglesia) puede y debe hacerlo cada comunidad, avalada por el Cielo (=Dios), no para fundar otra iglesia, sino para expresar y actualidad en cada comunidad el fundamento y sentido de la Iglesia entera (evidentemente, en la línea de Pedro).

Eso significa que, en un sentido muy judío (y muy cristiano) la autoridad fundante la tiene y despliega cada iglesia, esto es, “vosotros”, los creyentes reunidos en comunidad, que podrán decir lo que dijeron los reunidos del “concilio de Jerusalén”: “nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros” (Hch 15, 28). En línea de evangelio, cada expresa en su vida la Vida del Cristo, siendo así comunidad mesiánica autónoma, gestionada por sí misma.

Ciertamente, pasado un tiempo, los mismos cristianos, herederos de Mateo, podrán nombrar y nombrarán presbíteros y obispos delegados, con autoridad para animar a las comunidades, pero, en su raíz, la autoridad (los llamados más tarde sacerdotes, en un sentido poco judío: presbíteros, obispos) sino la comunidad en cuanto tal, pues el diálogo de vida (de comunión y perdón) de los creyentes constituye la raíz y esencia de su autoridad, que no puede delegarse plenamente en nadie, pues no hay nadie por encima de la comunidad reunida[4].

La verdad (autoridad) eclesial de Jesús es la comunión dialogal de los creyentes, y no puede delegarse en manos de organismos o sistemas exteriores, pues ello iría en contra de la raíz del evangelio. La iglesia reunida puede y debe atar y desatar, es decir, vincular a los creyentes, en la línea de Jesús, sabiendo que algunos pueden quedar “fuera de ella”, no por ley impositiva, sino por experiencia de gracia, precisamente para bien de los niños y pequeños (18, 1-14), pues lo que va en contra de ellos va en contra de la comunión de la iglesia[5].

Signo y presencia de Dios es por tanto el diálogo concreto de perdón de la comunidad sobre cualquier ley punitiva, de manera que la misma comunión fraterna es revelación y signo de Dios, en la línea de Jesús, al servicio de los niños y pequeños. Según eso, una comunidad que es incapaz de reunirse, expresando su perdón y trazando sus caminos en diálogo de gracia (en defensa de los más pequeños), no es cristiana.

Diversos grupos judíos de aquel tiempo (qumramitas, fariseos…) lo sabían y practicaban (al menos en principio), afirmando que Dios está presente allí donde concuerdan los hermanos, pero corrían el riesgo de convertir la comunidad en unidades elitistas de puros, centrados en la observancia de la Ley. Los cristianos, en cambio, quisieron edificar su comunidad sobre los excluidos y pequeños, esto es, sobre los mismos pecadores perdonados.

Dos hermanos son ya comunidad, son iglesia, orando y perdonando

Ésta ha sido la experiencia clave de la iglesia, éste su razonamiento y su dogma inicial, que se identifica con el mismo diálogo comunitario, en una línea abierta a todos los hombres, sin separación de judíos y gentiles, conforme a la decisión fundacional de Pedro en 16, 15-19. Eso significa que la comunidad no puede delegar el despliegue de su vida en algunos individuos superiores (desentendiéndose ella), pues al hacerlo negaría su identidad evangélica. Por eso:

En oración, ante el Padre universal

− 18 19 En verdad os digo: si dos de vosotros concuerdan en la tierra, sobre cualquier cosa que pidieren, les será dado por mi Padre que está en los cielos. 20 Porque donde se reúnen dos o tres en mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos.

De esa forma se vinculan el plano teológico (pues el mismo amor mutuo, expresado en forma de concordia o sinfonía entre los hermanos, es una oración que Dios Padre escucha) y el plano cristológico, pues Jesús está en aquellos que se reúnen en su nombre, siendo como es Dios con nosotros (cf. Mt 1, 23; 28, 10). Esa comunión fraterna de la Iglesia no es el resultado de unas obras, que pueden regularse por ley, ni se organiza en forma de sistema judicial, sino que emerge y se cultiva en forma de oración, esto es, como encuentro personal de unos hermanos que dialogan entre sí dialogando con Dios.

Según eso, la autoridad suprema es el mismo diálogo orante, es decir, la unidad comunitaria que se expresa allí donde dos o tres concuerdan (symphônein), de manera que el mismo Dios Padre avala su plegaria, esto es, su misma vida. Esa autoridad no es privilegio de uno ni de otro, sino de la misma comunión fraterna, siendo así revelación de Dios (Mt 18, 16.19. Cf. Dt 19, 15). Mateo ha instaurado de esa forma la autoridad de comunión, que se funda en el Padre del cielo y se encarna en Jesús, Dios con nosotros (cf. Mt 1, 23; 28, 10).

‒ Autoridad, vida en comunión. En un primer momento, los hermanos reunidos en la familia mesiánica de Jesús no intentan resolver problemas, disensiones o pecados, sino simplemente vivir y formar comunidad ante Dios o desde Dios, hacerse iglesia, presencia compartida de Jesús. De esa forma vinculan y unifican la plegaria dirigida a Dios y la comunicación fraterna, de manera que su Iglesia se instituye a modo de comunión orante. Por eso, la autoridad de Cristo no se encarna en algunas personas superiores, sino en la misma comunión de los hermanos. Ciertamente, en la Iglesia de Mateo hay ministerios personales (doctores, profetas, escribas: cf. Mt 23, 34), pero ellos vienen en un segundo momento. La comunión de hermanos, reunida en oración, en nombre de Jesús, es autoridad suprema.

Conclusión De la comunidad autónoma a los obispos

He desarrollado el tema en Sistema, Libertad, Iglesia (Trotta, Madrid 1999) basándome en trabajos de   Von Campenhausen (cfSpiritual Power in the Church of the First Three Centuries, Adam & Charles Black,London: 1969) que siguen siendo esenciales para plantear bien la renovación sinodal de la iglesia que el Papa Francisco.

La razón fundamental del surgimiento y despliegue de los obispos no fue la de mantener la tradición como sucesores de los apóstoles. La sucesión de los apóstoles pasa a toda la iglesia, no a los obispos en particular, aunque los obispos son muy importantes en ella. Para mantener la tradición de los apóstoles no hacían falta obispos.

La causa principal del surgimiento y despliegue de los obispos no fue tampoco la presidencia de la celebración eucarística, por más que sigan afirmándolos muchos teólogos y algunos documentos ordinarios del magisterio. Para mantener la celebración eucarística, en cuanto tal, no eran ni son actualmente necesarios los obispos, pues esa función (haced esto en memoria mía) ha pasado también a toda la iglesia

Campenhausen demostró (y nadie le ha refutado hasta ahora) que los obispos surgieron (fueron necesarios) en el siglo II d.C., para mantener la unidad e identidad de las iglesias, como garantes de la celebración del perdón y de la comunión iglesia, en una línea que asume la tradición paulina, fundándose especialmente en los evangelios de Mateo y Lucas (con Hechos)

El riego de las iglesias es la ruptura interior de los creyentes, la imposición de unos sobre otros, la delimitación de los cristianos (en la línea de Mt 18). Para garantizar la unidad en el amor de los creyentes en la iglesia, fueron necesarios hombres (o mujeres) que fueran capaces de anunciar y visibilizar el perdón, la comunión entre todos, a través de una “terapia” de comunicación, de respeto, de acogida…

Los grandes obispos del siglo II-III fueron responsables del surgimiento de las iglesias, en su forma clásica de comunidades de diálogo y perdón mutuo, presididas por obispos. En contra de lo que muchos afirman, Campenhausen demostró que la unidad e identidad de la iglesia nace a partir (en torno) al perdón y en esa línea los obispos realizaron una función muy importante, pero determinada por la cosmovisión jerárquica de su tiempo, que actualmente puede y debe ser revisada, para bien de las iglesias, según el evangelio, en una  línea sinodal más que monárquica.


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