El Jesús de antes

Fiesta de la Transfiguración del Señor

Primera lectura: Daniel 7, 9-10. 13-14: Su vestido era blanco como nieve.

Salmo 96: El Señor reina, Altísimo sobre toda la tierra.

Segunda Lectura: 2ª Carta de Pedro 1, 16-19:

            Esta voz del cielo es la que oímos.

    EVANGELIO

            Mateo 17, 1-9:Su rostro resplandecía como el sol.

Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.

06 de agosto de 2023

Cúpula de la Basílica de la Transfiguración. Monte Tabor.

Seis días después se llevó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan

y subió con ellos a un monte alto y apartado.

Allí se transfiguró delante de ellos: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.

Intervino Pedro y le dijo a Jesús: -Señor, viene muy bien que estemos aquí nosotros; si quieres, hago aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra. Y dijo una voz desde la nube: -Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi fa­vor. Escuchadlo. Al oírla cayeron los discípulos de bruces, aterrados. Jesús se acercó y los tocó diciéndoles: -Levantaos, no tengáis miedo.

Alzaron los ojos y no vieron más que al Jesús de antes, solo.

Mientras bajaban del monte, Jesús les mandó: -No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre re­sucite de la muerte.

Para entender cualquier texto es necesario, en primer lugar, situarlo en su contexto inmediatamente anterior y posterior, pues el contexto ofrece, con frecuencia, la clave de su interpretación. Esto es lo que sucede con el relato de la “Transfiguración de Jesús” que hemos leído (Mt 17,1-7) y que he comentado ya varias veces, como puede verse en la web http://www.Ibicla.org y cuyo enlace pongo al final, pues puede servir de complemento al comentario que voy a hacer.

Contexto anterior

Unos versículos antes del relato de la Transfiguración dice el evangelista Mateo que “desde entonces empezó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21).

El anuncio anticipado de su muerte y resurrección no debió agradar a Pedro que increpó a Jesús, como si se tratase de un demonio,  diciéndole: -“¡Líbrete Dios, Señor! ¡No te pasará a ti eso!” (Mt 16,22). El verbo “increpar” (en griego, epitimáô)  aparece en boca de Jesús cuando se dirige a los demonios o espíritus inmundos (Mt 17,18; 8,26). Pedro se niega a pensar que lo que anuncia Jesús sea idea de Dios, que dar la vida –el propósito decidido de su maestro- no es el camino para dar vida.

La reacción de Jesús  a la increpación de Pedro no pudo ser más dura, pues “se volvió y le dijo: -¡Vete! ¡Quítate de en medio, Satanás. Eres un tropiezo para mí, porque tu idea no es la de Dios, sino la humana” (Mt 16,22-23). Jesús entiende que Pedro, con su intervención, ejerce de Satanás y se identifica con este, oponiéndose a la idea que Jesús mismo tiene del Mesías, un mesías que, ciertamente, resucitará, pero que antes tendrá que pasar por el duro trago de una vil ejecución.

A continuación Jesús se vuelve a los discípulos y los invita a “renegar de ellos mismos” y  a “cargar con la cruz” como condición para seguirlo. “Renegar de uno mismo”, como expliqué  en el comentario “Bajar del Monte, del 2º Domingo de Cuaresma de este año, equivale a dar la prioridad a los demás antes que a uno, a centrarse en los otros y a vivir de cara al prójimo.  “Cargar con la cruz” no es, como se ha  dicho, aceptar con una buena dosis de resignación los sufrimientos que la vida presenta, sino, como he explicado en otra ocasión estar dispuesto a dar la vida por los demás por encima incluso de la propia vida, como haría Jesús, que añade en esta ocasión lo siguiente: “Porque si uno quiere poner a salvo su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía, la pondrá al seguro. Y luego, ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero a precio de su vida? ¿Y qué podrá dar para recobrarla? (Mt 16,24-26).

Con estas palabras, Jesús invita a los discípulos a hacer de su vida un acto constante de servicio, de entrega por amor a los demás, especialmente a los más necesitados. Nada de triunfalismos, como vemos.

Contexto posterior

Terminado el relato de la Transfiguración,  Jesús vuelve a la carga con la misma idea cuando, caminando juntos por Galilea, anuncia de nuevo a los discípulos que “al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hom­bres y lo matarán, pero al tercer día resucitará. Ellos quedaron consternados” (Mt 17,22-23). En este caso, el anuncio de la muerte de Jesús que, tal vez, verían venir, dado el enfrentamiento de su maestro con las autoridades, les hace olvidar que ese Jesús que moriría, no se quedaría en la muerte para siempre, sino que resucitaría al tercer día, de ahí su consternación.

En realidad es que, tanto a Pedro como al grupo de discípulos, no les cabía en la cabeza la imagen de un Mesías -nombre con que se designaba en el Antiguo Testamento al Rey,  ungido (= Mesías) de Yahvé-, que no entendiera de triunfo, fuerza, poder,  gloria, fama y venganza contra los enemigos de su pueblo.

El grupo de los doce debió entrar en crisis al oír este anuncio de Jesús, difícil de entender.

Seis días después

De entre el grupo, Pedro, Santiago y Juan, conocidos por su tozudez e intransigencia, estarían especialmente necesitados de explicación. Por esto, dice el evangelista que “seis días después se llevó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y subió con ellos a un monte alto y apartado”.

La escena de la Transfiguración tuvo lugar según el evangelista Mateo “seis días después». El número no es casual. Para un judío, conocedor del Antiguo Testamento, el sexto día fue el de la creación del hombre. Para Mateo, el estado de gloria en el que se va a mostrar Jesús transfigurado representa el éxito final de la creación, la realización plena del proyecto de Dios sobre el hombre.

Si cuando había anunciado Jesús su muerte habla primero de la muerte y después de la resurrección, aquí se cuenta primero la Transfiguración, -una especie de anticipo de la “resurrección”- con la idea de que los tres discípulos acepten la muerte como paso para la vida definitiva.

Un monte alto

Con ocasión de las tentaciones en el desierto, dice el evangelista que “el diablo lo llevó a un monte altísimo”, el monte  de la manifestación del falso dios, el dios del poder y del dominio sobre todos los reinos del mundo (Mt 4,8). Por contraposición a aquel monte “altísimo” Jesús sube con ellos a un “monte alto” donde se va a manifestar la verdadera gloria de Dios, Jesús, que procede de Dios vivo, un Dios que no domina, sino que tiene la capacidad de infundir una vida que supera la muerte.

El monte en la Biblia y en la literatura griega representa el espacio intermedio entre el cielo y el suelo, lugar del encuentro de Dios con el ser humano. El evangelista Lucas dice que Jesús subió al monte a orar (Luc 9,28), cosa que Jesús solía hacer con frecuencia (Lc 5,16), esto es, a entablar un diálogo necesario con Dios para aceptar en este casp el camino del servicio hasta la muerte.

El evangelista Mateo no dice de qué monte se trata, pero una tradición antigua, que parte  de Orígenes (siglo III), sitúa en el monte Tabor la escena de la  Transfiguración del Señor. El Tabor era un monte  sagrado para las tribus israelitas del norte y célebre por la  victoria de Barac contra Sísara; impresionante cono de 588 metros  de altura que se yergue majestuoso sobre la hermosa llanura de  Jezrael, al sudeste de Nazaret. Otros testimonios antiguos sitúan la escena más al norte del país, en el monte Hermón.

La transfiguración: Jesús, Moisés y Elías

Y es en este espacio de encuentro de Dios con el ser humano, donde Jesús “se transfigura delante de ellos: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él” (Mt 17,2-3). Con estas imágenes se da a entender  que Jesús contaba con el apoyo divino, pues el brillo del rostro y el color blanco deslumbrador son señales que acompañan a la manifestación de la divinidad en el Antiguo Testamento.

Mateo no  dice de qué hablaban Moisés y Elías con Jesús, los dos grandes profetas del Antiguo Testamento; Lucas, sin embargo, puntualiza que  hablaban “de su éxodo que iba a completar en Jerusalén”. La palabra “éxodo” designaba ya desde el libro de la Sabiduría (4,10) la muerte del  justo como salida o paso (=éxodo) hacia Dios, muerte que iba a padecer Jesús en Jerusalén como paso para la vida-resurrección.  Moisés y Elías representan la Ley y los Profetas, que habían anunciado el reino de Dios (11,13). Ellos hablan con Jesús, no con los discípulos. Moisés y Elías fueron los dos profetas de quienes se dice que hablaron con Dios en el monte Sinaí o en el Monte Horeb, respectivamente (Ex 33, l7ss; 1 Re 19,9-13). Ahora, en este «monte alto», ante los discípulos, hablan con Jesús, el hijo de Dios. El estado glorioso de éste, que representa la condición definitiva del hombre en el reino de Dios, era el objetivo del Antiguo Testamento y el cumplimiento último de las promesas.

Amodorrados por el sueño

Pero la verdad es que el tema de la muerte de Jesús interesaba poco a los tres discípulos, pues Lucas, al referir esta escena, dice que “estaban amodorrados por el sueño” (Lc 9,32). Se trata, evidentemente, de un sueño simbólico con el que muestran a todas luces su desinterés por lo que está sucediendo; también se dormirán –simbólicamente- en  Getsemaní, pues la idea de un salvador‑rey‑ungido que salva muriendo,  dando la vida, dejándose matar, no atraía lo más mínimo a estos tres discípulos, como tampoco al resto de los doce.


El error de Pedro

Pues bien, mientras Jesús habla con Moisés y Elías, interviene de nuevo Pedro con una idea en línea con su mentalidad: -“Señor, -le dice- viene muy bien que estemos aquí nosotros; si quieres, hago aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”  (Mt 17,4).

Las chozas enlazan la escena con la fiesta de las Chozas (o tabernáculos), de marcado carácter mesiánico y nacionalista. Pero Pedro se equivoca colocando a Moisés y Elías al mismo nivel de Jesús (tres chozas: una para ti, una para Moisés y una para Elías»).

Hay que tener en cuenta que la actividad de Moisés y Elías se caracterizó por su violencia contra los enemigos de Dios y de su pueblo: Moisés sacó a los Israelitas de Egipto (Éx 13,17-15,21), previa matanza por parte del ángel del Señor de los primogénitos de los egipcios, y Elías mandó pasar a cuchillo a los cuatrocientos cincuenta sacerdotes de Baal, habiendo quedado demostrado que no era Baal, el dios verdadero, sino Yahvé (1Reyes 18).

Pedro, con sus palabras,  quiere asegurarse de que Jesús va a realizar su mesianismo en la línea de estos profetas del  AT, que atribuían a la obra del Mesías las ideas de fuerza, poder, gloria y venganza. Con su propuesta de hacer tres chozas, Pedro muestra que sigue pensando en categorías humanas (16,23).

La nube

Pero el evangelista continúa: “Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra. Y dijo una voz desde la nube: -Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi fa­vor. Escuchadlo”.

La nube es símbolo de la presencia divina (cf. Ex 13,21, Nm 9,15; 2 Mac 2,8), de la gloria (= resplandor) de Dios que cubría el santuario (Éx 40,35); se trata de una nube “luminosa” que los cubre con su sombra.

La voz

De esa nube sale una voz que repite ante los tres discípulos las palabras que resonaron en el bautismo de Jesús (3,17). Es a este “Hijo, el amado”, a Jesús,  que anuncia su muerte como paso para la vida definitiva, a quien hay que escuchar. A partir de ahora, el Antiguo Testamento, representado por Moisés y Elías, conserva su validez sólo en cuanto sea interpretado desde la realidad de Jesús, o sea, en cuanto sea compatible con su enseñanza. Jesús es ya el nuevo Moisés y el verdadero Elías, el profeta definitivo. 

Pero la cosa no queda ahí, pues, al oír la voz, comenta el evangelista, que “cayeron los discípulos de bruces, aterrados”, como quien ha visto una visión celestial y tiene miedo a morir según la creencia del AT (Is 6,5; Dn 10,15.19).  Una reacción semejante tendrán los discípulos cuando Jesús les anuncie por segunda vez su muerte, tras bajar del monte: “ellos quedaron consternados” (Mt 17,23),

Fue entonces cuando “Jesús se acercó y los tocó diciéndoles: -Levantaos, no tengáis miedo” (Mt 17,7). Pedro, Santiago y Juan siguen pensando en las antiguas categorías; están enfermos, mentalmente hablando; son víctimas de la ideología religiosa que han recibido y no conocen al Dios de Jesus. Jesús se acerca y los toca como cuando tocaba a los enfermos y a los muertos (Mt 8,3.15; 9,25-29) y los invita a levantarse, como había hecho con la hija de Jairo (9,25), usando el mismo verbo griego egeirô con el que se indica la resurrección.

“El Jesús de antes”

Y es ahora, cuando dice Mateo que “alzaron los ojos y no vieron más que al Jesús de antes, solo” (Mt 17,8).

Tal vez este es el único Jesús al que ellos vieron y el relato de la Transfiguración sea un relato ideado por el evangelista en un momento crucial del evangelio, para animar a los discípulos a seguir el camino de Jesús que no terminaría en la muerte sino en la vida. Para ello, el evangelista toma todos los recursos simbólicos del Antiguo Testamento: el rostro brillante como el sol, los vestidos resplandecientes, Moisés y Elías, la nube y  la voz del cielo.

Y es este “Jesús de antes” -con el que los discípulos recorrían los caminos de Galilea, anunciando la buena noticia- el que los invita a bajar para seguir hasta Jerusalén.

Bajar del monte, de las alturas, de las ideas de gloria, poder y triunfo; aceptar perder la vida para dar vida como Jesús es el camino que lleva a Jerusalén –la muerte por los demás- como premisa necesaria para la resurrección –la vida-, idea que costará mucho trabajo asimilar a estos tres discípulos, como al resto del grupo; lección que deberían haber aprendido en ese monte alto, pero que no asimilaron, pues en la siguiente ocasión, en el huerto de Getsemaní, se dormirán de nuevo (tal vez, porque no les interesa) cuando presenciaron la oración de Jesús que, con angustia, se dirigía a Dios con estas palabras: “Padre mío, si es posible, que se aleje de mí ese trago (literalmente, este cáliz). Sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mt 26,39).

Lo que presenciaron en el monte de la Transfiguración debería haberles servido para entender la realidad de un Jesús que venció la tentación del poder en el desierto frente a Satanás, y que no acepta la propuesta de Pedro de quedarse en el monte, sino que sigue el camino que le lleva a Jerusalén. Servir por amor y no dominar: en esto consiste el núcleo de su mensaje. Como comenté el segundo domingo de la pasada cuaresma (véase comentario “No al poder una vez más” en el que se hablaba de la Transfiguración tal y como la cuenta el evangelista Lucas), Jesús, que había renunciado a la tentación del poder en el “desierto”, esto es, “en su vida”, estaba convencido de que la palabra “poder” no entraba en su vocabulario, ni debía entrar en el de sus discípulos. Lo suyo era servir, pasar curando a los enfermos y anunciando un mundo de hermanos. Estaba convencido de que el poder, entendido como dominación, corroe y distancia del pueblo, creando sumisión y esclavitud.

El deseo de poder

No quiero terminar este comentario sin transcribir lo que decía en el comentario al evangelio del primer domingo de cuaresma de este año (titulado: “Lo demás huelga”). Con su estilo de vida, Jesús invitaba a vencer la tentación del poder, tan arraigada en el corazón humano.

“El deseo de poder, comenta José Antonio Marina en su libro La pasión del poder, es la más violenta pasión humana. No es de extrañar, pues, que su ejercicio, sus secretos, sus biografías, aviven nuestra curiosidad. La gente admira y teme al poderoso… El poder no provoca sólo rechazo, sino también atracción… Es una tentación que asedia a todos, a veces sutilmente”:

El deseo de poder asedia a los ciudadanos de a pie: en sus relaciones afectivas, en los amores y odios, en las amistades, en la familia, en las empresas, en los sindicatos e incluso en los movimientos ciudadanos. En la vida de cada día podemos correr el peligro de ejercer hacia los demás una posición de dominio y no de servicio, anulando al otro y haciéndolo sujeto dependiente, privado de libertad.

El deseo de poder asedia a los gobernantes y a los partidos políticos que los apoyan, que caen en la tentación del poder cuando, con frecuencia, a precio de conseguirlo y de derrocar al opositor, al que se suele considerar más enemigo que adversario, frecuentan el camino del “todo vale” para lograrlo, incluida la mentira, la calumnia, la ofensa o el desprecio rayano en el odio. No resulta fácil en estos momentos resistirse a las insinuaciones del poder cuando suenan cantos de sirena que prometen regresar a un orden social autoritario, dando respuestas simplistas a problemas tan complejos como la inclusión de los inmigrantes, la homosexualidad, el feminismo, el movimiento LGTBI, el laicismo, el ecologismo o la crisis de confianza en la democracia representativa, entre otros muchos desafíos.

El deseo de “poder y más poder” asedia a quienes detentan el poder económico, con las multinacionales, que imponen la necesidad de un crecimiento económico expansivo y constante. Un crecimiento sin límites que se ha convertido en un imperativo para poder conseguir el máximo beneficio, concentrando el capital cada vez más en manos de unos pocos, cuyo rostro apenas aparece, y condenando a una inmensa mayoría de los ciudadanos a la precariedad o incluso a las carencias más absolutas que hacen imposible una vida digna.

El deseo de poder asedia también a la Iglesia, llamada a seguir el camino de Jesús, que no debe aspirar a ser más que su maestro, dando como él, de una vez por todas, un triple “no” rotundo al diablo, para llevar como principal ideario de vida,  desvivirse por aquellos que han quedado a la vera del camino de la sociedad de consumo. Al fin y al cabo, Jesús no hizo otra cosa más importante que esta. Cuando el libro de los Hechos resume su vida lo hace con esta frase que nunca deberíamos olvidar: “Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Este es “el Jesús de antes”, el Jesús de siempre, el verdadero Jesús.

***

Como complemento a este comentario pueden leerse estos otros:

-“No al poder, una vez más”: https://www.ibicla.org/post/no-al-poder-una-vez-mas

-“Lo demás huelga”:  https://ibicla.org/2023/02/24/lo-demas-huelga/

-Víctimas del poder patriarcal: revuelta de mujeres: https://ibicla.org/2022/03/31/victima-del-poder-patriarcal-revuelta-de-mujeres/

-Bajar del Monte: https://ibicla.org/2023/03/02/hay-que-bajar-del-monte/

-Puede consultarse también el comentario detallado de Juan Mateos y Fernando Camacho, Evangelio de Mateo (Ediciones Cristiandad, Madrid 1981) al que sigo con mucha frecuencia por su riqueza de ideas innovadoras, densidad  y concisión,  y cuya lectura recomiendo.


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