La hora del relevo

VII Domingo de Pascua: La Ascensión del Señor

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 1, 1-11:

                       A la vista de ellos, fue elevado al cielo.

Salmo 46:     Dios asciende entre aclamaciones.

Segunda Lectura: Carta a los efesios 1,17-23:

                       Lo sentó a su derecha en el cielo.

    EVANGELIO

           Mateo 28,16-20:

       Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.

Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.

La hora del relevo

21 de mayo de 2023

Iconostasio de una iglesia ortodoxa griega. Chipre.

-Hechos de los Apóstoles (1,9-11):

…Dicho esto, lo vieron subir, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijos al cielo cuando se marchaba, dos hombres vestidos de blanco que se ha­bían presentado a su lado les dijeron:

-Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que se han llevado a lo alto de entre vos­otros vendrá tal como lo habéis visto marcharse al cielo.

-Evangelio de Mateo (28,16-20):

Los once discípulos fueron a Galilea al monte donde Jesús los había citado. Al verlo se postraron ante él, los mismos que habían dudado. Jesús se acercó y les habló así: -Se me ha dado plena autoridad en el cielo y en la tie­rra. Id y haced discípulos de todas las naciones, bauti­zadlos para vincularlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo  y enseñadles a guardar todo lo que os mandé; mi­rad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin de esta edad.

Hoy, domingo de la Ascensión, la liturgia presenta dos lecturas: la primera –que hemos reproducido abreviada- está tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 3-11), en el que su autor, el evangelista Lucas, habla de la Ascensión de Jesús. Como ya el año pasado hice el comentario de este texto, quienes lo deseen puede leerlo y ver el montaje de imágenes en este enlace:

El final del Evangelio de Mateo

Nuestro comentario de hoy se va a centrar en el texto del evangelio de Mateo que hemos reproducido al principio, tomado del final de este evangelio, cuyo autor desconoce la Ascensión de Jesús, situando en su lugar el último encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos en un monte de Galilea.

Jesús, el nuevo Moisés

La razón por la que Mateo no conoce la Ascensión de Jesús es debido a la imagen que tiene del Mesías. Lucas imagina al Mesías como el nuevo Elías, “el que tenía que venir”, “que subió al cielo llevado por un carro de fuego con caballos de fuego en medio de un torbellino” como refiere el segundo libro de los Reyes (2,1-12). De Elías, por no saberse el lugar de su tumba, se pensaba que volvería al final de los tiempos. Mateo, sin embargo, considera al mesías como el nuevo Moisés que conducirá al pueblo a la tierra definitiva. Por esto, si en el libro del Éxodo, Moisés subió al monte Sinaí para entregar al pueblo los diez mandamientos, ahora en el evangelio de Mateo, este nuevo Moisés, que es Jesús, sube a otro monte para proclamar desde allí ante los discípulos las bienaventuranzas, que pasan a ocupar el puesto de los mandamientos de la antigua ley de Moisés.

Cada evangelista tiene, como vemos, su propia idea del Mesías Jesús y, para confirmarla, toma del Antiguo Testamento los textos que considera oportunos.

Pero vayamos ya al texto del evangelio de hoy.

“Once” y no “doce”

Dice este evangelista que “los once discípulos fueron a Galilea al monte donde Jesús los había citado”.

“Los once” y no “los doce” porque falta Judas, el traidor, el representante del Israel histórico que se confabuló con las autoridades para pedir la crucifixión de Jesús. A partir de ahora, el nuevo pueblo de Dios no será ya una versión actualizada de las doce tribus del antiguo pueblo judío, pues este ha sido infiel a Jesús, sino que estará integrado, como veremos más adelante, tanto por judíos como por paganos.

Galilea de los gentiles o paganos

La escena de Mateo no se sitúa en la ciudad de Jerusalén, centro político y religioso del antiguo Israel, en torno al templo, sino en la provincia de Galilea, llamada por Mateo “Galilea de los gentiles o paganos”, denominada así no solo porque su población fuese mixta de judíos y paganos, sino porque era la región limítrofe a las naciones paganas. Desde Galilea, la misión de Jesús –que había estado casi en su totalidad dirigida a los judíos- se abriría al mundo pagano, para constituir el nuevo pueblo de un Dios, que acepta por igual a judíos y paganos: un Dios padre que “hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

Dice el evangelista, que “al ver a Jesús, los discípulos se postraron ante él, pero ellos mismos dudaron” (Mt 28,17). El verbo “dudar/vacilar” (en griego, distadsô) se encuentra aquí y en la escena en que Jesús, de noche, se dirige a sus discípulos andando por el mar (Mt 14,31). Pedro entonces intenta ir a Jesús andando sobre el agua, pero no tenía todavía una fe madura, razón por la que se hubiese hundido en el agua, de no haberlo agarrado Jesús. La duda de los discípulos muestra cómo todavía estos no tienen fe suficiente para afrontar la realidad de un Jesús que tuvo que experimentar la muerte como paso para la resurrección.

Autoridad universal

La escena que comentamos tiene lugar “en el monte donde Jesús había citado a sus discípulos”. Este monte como el monte de las bienaventuranzas  (Mt 5,1) representa la esfera divina, la del Espíritu de Dios, desde donde va a enviar Jesús a los suyos.

Durante la vida mortal de Jesús, este había tenido potestad en la tierra para perdonar pecados (Mt 9,6); ahora se le presenta como aquel a quien Dios ha dado plena autoridad no solo en la tierra, sino en el cielo.

Y en virtud de esa autoridad universal, Jesús manda a sus discípulos en misión al mundo entero, sin exclusión de países o personas: “-Se me ha dado plena autoridad en el cielo y en la tie­rra. Id, -les dice-, y haced discípulos de todas las naciones”. Se cumple de este modo la promesa de Dios a Abrahán en el libro del Génesis: “Serás padre de una multitud de pueblos” (Gn 17,4 y ss.; cf. 22,18).

A partir de este momento, el evangelio será anunciado a todos los pueblos, de modo que no haya “pueblos excluidos” del favor de Dios, ni “personas excluidas del pueblo”. Israel dejará de ser el pueblo elegido; elegidos serán todos los pueblos de la tierra sin excepción alguna.

Bautismo de Espíritu Santo y fuego

Tras la resurrección de Jesús, la misión de sus seguidores consistirá en hacer discípulos bautizándolos no ya con agua, sino con Espíritu Santo y fuego, como había anunciado el Bautista: “Mientras el pueblo aguardaba y todos se preguntaban para sus adentros si acaso Juan era el Mesías, este declaró dirigiéndose a todos: -Yo os bautizo con agua, pero llega el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para desatarle la correa de las sandalias. Él os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego”  (Lc 3,10-14).

Y es que el propósito humano de cambiar de conducta con el bautismo de agua preconizado por Juan –un bautismo en línea con la práctica de la justicia- no adquiere verdadera solidez hasta que esté confirmado por el Espíritu Santo, lo que tendría lugar el día de Pentecostés, cuando, como dice el libro de los Hechos (2,2-4) “de repente un ruido del cielo, como una violenta ráfaga de viento, resonó en toda la casa donde se encontraban, y vieron aparecer unas lenguas como de fuego que se repartían posándose encima de cada uno de ellos.  Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”.

Guardar todo lo que les mandó

Una vez recibido el Espíritu Santo, los discípulos de Jesús deberán tomar el relevo de su maestro con la finalidad de continuar su tarea misionera, consistente en “hacer discípulos de todas las naciones, bauti­zándolos para vincularlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo,  y enseñándoles a guardar todo lo que les mandó” (Mt 28,20).

Y lo que Jesús les mandó –y volvemos de este modo a la idea central del evangelio, que aparece por doquier y de mil maneras distintas- es poner en práctica sus mandamientos, que no son ya los de Moisés, sino las bienaventuranzas, proclamadas en un monte, como Moisés lo había hecho con los diez mandamientos en el Monte Sinaí, bienaventuranzas a las que Mateo llama “mandamientos mínimos”: “¡No penséis que he venido a echar abajo la Ley ni los Profetas! No he venido a echar abajo, sino a dar cumpli­miento: porque os aseguro que antes que desaparezcan el cielo y la tierra, ni una letra ni una coma desaparecerá de la Ley antes que todo se realice. Por tanto, el que se exima de uno solo de esos man­damientos mínimos y lo enseñe así a los hombres, será llamado mínimo en el reino de Dios; en cambio, el que los cumpla y enseñe, ése será llamado grande en el reino de Dios: porque os digo que, si vuestra fidelidad no se sitúa muy por encima de la de los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de Dios” (Mt 5,17-20).

El calificativo de “mínimos”, aplicado a las bienaventuranzas corresponde a lo expresado por Jesús en otra ocasión cuando, por oposición a los mandamientos de la Ley judía,  dijo: “Mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,30).

Una misión universal

La misión de los discípulos, tras la resurrección de Jesús, tendrá un destino universal: todas las naciones, sin exclusión de ninguna. Hasta entonces la misión de Jesús se había centrado en el pueblo de Israel y Dios se había manifestado como Dios de este pueblo, el pueblo elegido. A partir de ahora se acaba este privilegio y Dios brinda su salvación a todos los pueblos, de modo que no deba haber en adelante “pueblos excluidos” ni “excluidos del pueblo”. 

Hacia un mundo sin excluidos 

Para terminar ese comentario dirijo ahora mi mirada hacia nuestro mundo. Desde que Jesús se fue con Dios, a sus seguidores les  toca tomar el relevo, anunciando su evangelio a todos, un evangelio que consiste principalmente en acabar con todo tipo de exclusión, como hizo Jesús, integrando en la sociedad a todos aquellos que estaban excluidos de la convivencia o mal vistos por el sistema: enfermos, endemoniados, marginados, prostitutas, recaudadores, etc.,  y liberando de aquel sistema a quienes se sentían oprimidos por él: “Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde: encontraréis vuestro respiro, pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).

En otros comentarios he ido concretando en distintos grupos humanos cómo se encarna la exclusión en nuestro mundo y cómo la tarea de Jesús consiste principalmente en acabar con todo tipo de exclusión.

Salud mental y exclusión

Hoy quisiera referirme no a los países que nuestro mundo capitalista ha excluido de la mesa de la vida, sino a un grupo de personas especialmente excluido dentro de cada país, al que apenas se ha prestado atención. En tiempos de Jesús, ese grupo lo conformaban los endemoniados o poseídos por espíritus inmundos, enfermos que carecían de salud mental, y que, por ello, habían perdido el control de sí mismos. Hoy son cada día más numerosas las personas que carecen de una sana salud mental, que se muestra a diversos niveles de intensidad: desde quienes padecen estrés, ansiedad, miedo, tristeza, soledad o insomnio, hasta quienes sufren de algún modo trastornos mentales mayores, para los que es urgente aplicar un tratamiento adecuado y generoso.

Las encuestas

Las encuestas muestran un aumento considerable en el número de adultos que, en nuestra sociedad, –y especialmente en las sociedades más avanzadas- sufren estos síntomas, número que creció durante la pandemia y sigue aumentando todavía. Las estadísticas nos dicen que está creciendo el consumo de alcohol, de ansiolíticos y de otras drogas, lo que, en lugar de ayudar a esas personas, empeora su situación, pues estas adiciones pueden dañar la función pulmonar, debilitar el sistema inmunitario y provocar afecciones crónicas, como enfermedades cardíacas y pulmonares. (Véase a este respecto mi comentario titulado “Malestamos” https://ibicla.org/2023/01/12/malestamos)

El estigma de la soledad

A estos enfermos debería dedicar nuestra sociedad urgentemente un mayor cuidado y atención, pues son grupos considerables de personas que se sitúan al margen de la comunicación, sufriendo de uno u otro modo el estigma de la soledad. Estos grupos, hasta ahora frecuentemente estigmatizados e incomprendidos, pues gozan aparentemente de salud física, con frecuencia carecen del acceso a los recursos sanitarios que necesitan para cuidarse y cuidar a sus familias. No es raro que se les excluya o rechace, se los trate de manera diferente, se les niegue el acceso a trabajos u oportunidades de educación, y puede, incluso, que sean blanco de maltrato verbal, emocional y físico. Tarea urgente de nuestra sociedad es atender debidamente a estos pacientes, acercarse a ellos, tratar de comprenderlos y ofrecerles los medios necesarios para salir de esa situación que, con frecuencia, los hace recluirse en sí mismos, con el consiguiente rechazo de su entorno.

Para que acabasen con todo tipo de exclusión y marginación,  y se anunciase la buena nueva de sanación y liberación,  dio Jesús el relevo a sus discípulos el día que se fue para siempre con Dios. Nuestra tarea en este campo, como seguidores de Jesús, -así como la de todas las personas de buena voluntad-, no será eficaz del todo si el conjunto de la sociedad no se vuelve hacia estos grupos humanos estigmatizados y les ofrece los medios necesarios para salir de su sufrimiento y evitar su aislamiento social.

¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando Jesús fue ascendido al cielo, dos hombres se les aparecieron y les dijeron: ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hch 1,11).

Como seguidores de Jesús, el reproche dirigido a los discípulos sigue hoy siendo el mismo: hay que dejar de mirar al cielo y volverse al mundo, para tomar el relevo de Jesús, y acabar con cualquier clase de exclusión. Un mundo en el que, a pesar de estar los seres humanos más unidos física y espacialmente,  hay cada vez un mayor número de personas que sufren el estigma de la soledad a los que como cristianos y como ciudadanos debemos atender debidamente para devolverles la salud. Jesús se dedicó a esto de por vida. El libro de los Hechos resume de este modo su tarea salvadora y sanadora: “pasó haciendo el bien y curando a todos los sojuzgados por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Y para que llevemos adelante esta tarea, Jesús, antes de irse con Dios, se comprometió a “estar con nosotros cada día, hasta el fin de esta edad, hasta el fin del mundo (Mt 28,20).


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