A Dios rogando… y con el mazo dando

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

Primera lectura: Éxodo 17,8-13
Salmo 120
Segunda lectura: 2ª Timoteo 3,14-4,2

EVANGELIO
Lucas 18,1-8

A Dios rogando… y con el mazo dando

16 de octubre de 2022

Gran Columnata. Gerasa (Siria).

Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.

Para explicarles que tenían que orar siempre y no desanimarse, les propuso esta parábola: -En una ciudad había un juez que ni temía a Dios ni respetaba a hombre alguno.

En la misma ciudad había una viuda que iba a decirle:-‑Hazme justicia frente a mi adversario. Por bastante tiempo no quiso, pero después pensó: ‑Yo no temo a Dios ni respeto a hombre alguno, pero esa viuda me está amargando la vida; le voy a hacer justicia para que no venga a reventarme sin parar.

Y el Señor añadió: -Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si ellos le gritan día y noche? o, ¿les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando vuelva este hombre, ¿qué?, ¿va a encontrar esa fe en la tierra?”(Lc 18,1‑8).

La viuda es imagen de la situación límite del pueblo

En este texto, la viuda es figura del estamento más desamparado de la sociedad de tiempos de Jesús, el de las viudas. En esta parábola se refleja la situación límite del pueblo que exige justicia a sus dirigentes a pesar de que estos, representados por el juez injusto, se la hayan negado sistemáticamente. No obstante, la viuda-pueblo no debe cejar en la petición hasta conseguir que el juez le haga justicia.

Lo que hay que pedir

Entre las peticiones del Padrenuestro de Mateo (6,10) hay dos en las que pedimos a Dios, que “llegue su reinado” y que “se realice en la tierra su designio del cielo”, peticiones mal traducidas por “venga a nosotros tu reino” y “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.

El plan de Dios: Un mundo de hermanos

En el evangelio de hoy Jesús propone la parábola de la viuda y del juez injusto para invitar a sus discípulos a no desanimarse en su intento de implantar el reinado de Dios en el mundo. Jesús los invita a pedir algo mucho más importante que el cambio o mejora de cualquier situación particular: que llegue su reinado cuanto antes a la tierra y que se cumpla en la tierra, aquí abajo, el designio del cielo (=de Dios), esto es, que se haga realidad el plan que Dios tiene sobre la humanidad, que no es otro sino hacer de este mundo un mundo de hermanos, donde reine la fraternidad, la solidaridad y la igualdad. En pedir esto y en empeñarse por hacerlo realidad, los seguidores de Jesús deben ser constantes como la viuda lo fue en pedir justicia hasta ser oída.

El silencio de Dios

Esta parábola que leemos hoy tiene sorprendentemente un final feliz, no tan feliz como la vida misma. Porque a la luz de la parábola podemos preguntarnos: ¿Cuánta gente muere sin que se le haga justicia, a pesar de haber estado de por vida suplicando al Dios del cielo que remedie su situación? ¿Cuántos mártires esperaron en vano la intervención divina en el momento de su ajusticiamiento? ¿Cuántos pobres luchan por sobrevivir sin que nadie, ni Dios les haga justicia? ¿Cuántos creyentes se preguntan hasta cuándo va a durar el silencio de Dios? ¿Cuándo va a intervenir en este mundo de desorden e injusticia legalizada el Dios todopoderoso y justiciero? ¿Cómo permite el Dios de la paz y el amor esas guerras tan sangrientas y crueles, como la actual guerra de Ucrania, la demencial carrera de armamentos, el derroche de recursos para la destrucción del medio ambiente, la existencia de un tercer mundo que desfallece de hambre y la consolidación de cada vez mayores desniveles de vida entre países y ciudadanos?

Tal vez, pienso yo, que estemos equivocados en el objeto de nuestra oración de petición. Tal vez no debamos pedir a Dios que ponga remedio a aquello que depende estrictamente de nosotros, como todo lo indicado con anterioridad. Y tal vez, por esto, muchos, decepcionados de tanto pedir y no alcanzar lo que piden, dejen de orar. Y es que al creyente moderno le resulta cada vez más difícil orar, entrar en diálogo con ese Dios a quien Jesús llama “papá” (abbá, en arameo), para pedirle que “llegue su reinado”.

Una falsa imagen de Dios

Desde la noche oscura de este mundo y desde su injusticia estructural resulta cada día más duro creer en un dios presentado, a semejanza de Zeus, el primer dios de la mitología griega, como omnipresente y omnipotente, justiciero y vengador del opresor, un dios que todo lo ve y controla; o como un dios tapa-huecos que suple en todo momento las carencias del ser humano y que acude a su socorro; o como un dios del que se espera que ponga aquí y ahora los puntos sobre las íes de la injusticia humana.

Un Dios débil, sufriente y padeciente

Puede que sea ya hora de desterrar para siempre esta falsa imagen de un dios, pendiente de los avatares concretos de la vida o necesidades perentorias de cada uno. O tal vez haya que cancelar para siempre esa idea concreta de la oración de petición a la que dan poca base las páginas evangélicas. Porque, leyéndolas, da la impresión de que el Dios al que suplicamos no es ni omnipotente ni impasible, ‑al menos, con frecuencia, no ejerce-‑, sino débil, sufriente y padeciente. El Dios cristiano se revela en Jesús mostrando más un amor que da la vida, que imponiendo una determinada conducta a los humanos o remediando a cada instante sus carencias; este Dios marcha en la lucha reprimida y frustrada de sus pobres, y no a la cabeza de los poderosos.

La oración nos mantiene en la esperanza de un mundo nuevo

El cristiano, consciente por la oración de la compañía de Dios en su marcha hacia la justicia y la fraternidad, no debe desfallecer, insistiendo como la viuda de la parábola, en pedir a Dios menos cosas y más fuerza para perseverar hasta implantar su reinado en un mundo donde dominan otros señores, como el poder, el prestigio y el dinero. La oración lo mantendrá en la esperanza de ese mundo alternativo, hoy más necesario y urgente que nunca; un mundo, como el actual, donde la guerra -y ahora el peligro latente de una guerra letal utilizando armas atómicas como amenazan Rusia y Corea del Norte- no debería nunca llegar a hacerse realidad. Pero esto no depende de Dios, sino de los humanos y de su capacidad de diálogo y diplomacia, y de su renuncia al uso de las armas que lleva a un callejón sin salida a la humanidad y que puede acabar con la existencia de vida en el planeta. Toda una utopía que hay que hacer realidad.

Hasta tanto se vaya implantando en la tierra ese reinado divino, donde impere la justicia, la situación del cristiano se parecerá a la descrita por Pablo en la carta a los Corintios: “Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; paseamos continuamente en nuestro cuerpo el suplicio de Jesús, para que también la vida de Jesús se transparente en nuestro cuerpo; es decir, que a nosotros que tenemos la vida, continuamente nos entregan a la muerte por causa de Jesús…” (2 Corintios 4,8‑10).

El cristiano no anda dejado de la mano de Dios

En estas circunstancias, el cristiano, como Pablo, no debe sentirse abandonado de un Dios que parece no oír sus peticiones. Tal vez estemos equivocados en pedir a Dios lo que pedimos y no en pedir aquello realmente importante, urgente y necesario, esto es: “que llegue su reinado”, que desaparezca del mundo ese otro dios, que es el dinero, encarnado en el capital, en el neoliberalismo y en el patriarcado y surja una humanidad alternativa en la que se cumpla el designio divino de una humanidad fraterna y solidaria. Y esta es una tarea nuestra y no de Dios.

A Dios rogando… y con el mazo dando”.

Oración y acción para hacer posible cuanto antes una alternativa de sociedad más acorde con el plan de Dios.

Mientras tanto esto sea realidad, el cristiano no anda dejado de la mano de Dios. Más aún, por la oración sabe que Dios está con él. Incluso me atrevería a decir que la ausencia de Dios, sentida y sufrida, es ya para él un modo intenso de presencia.

¿Se va a encontrar esa fe en la tierra?

El texto que leemos hoy termina con estas palabras: “Y el Señor añadió: ‑Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si ellos le gritan día y noche? o, ¿les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando vuelva este hombre, ¿qué?, ¿va a encontrar esa fe en la tierra?”(Lc 18,1‑8).

Si la oración insistente de la viuda logró acorralar al juez obligándolo a dictar una sentencia justa, con cuánta más razón “Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si ellos le gritan día y noche”. Los elegidos, esto es, la comunidad cristiana, tiene por misión orar, esto es, gritar día y noche a Dios suspirando por un cambio radical de las estructuras mundanas. La oración les hará tomar conciencia de las propias posibilidades y de la acción liberadora de Dios en la historia. Estos no deben perder la confianza en que, a pesar de que la injusticia está omnipresente en nuestro mundo, el cambio social, cultural, político y religioso sea posible.

Aunque Jesús duda de que sus discípulos tengan la fe necesaria, a no ser que estén dispuestos a romper con los valores de la institución judía en su tiempo o con los que imperan hoy en nuestra sociedad capitalista neoliberal, colonialista y patriarcal. Por eso apunta el evangelista: “Pero, cuando vuelva este hombre, ¿qué?, ¿va a encontrar esa fe en la tierra? (Lc 18,1-8).


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