XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Primera lectura: Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23.
Salmo 89.
Segunda lectura: Col 3, 1-5. 9-11.
EVANGELIO
Lucas 12,13-21
¿Solo para ricos?
31 de julio de 2022
Fortaleza de David. Jerusalén.
Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.
Uno de la multitud le pidió: -Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Le contestó Jesús: -Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?
Entonces les dijo: -Mirad, guardaos de toda codicia, que, aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes.
Y les propuso una parábola:
-Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. Él se puso a echar cálculos: -¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla. Entonces se dijo: -Voy a hacer lo siguiente: Derribaré mis graneros, construiré otros más grandes y almacenaré allí todo mi grano y mis provisiones. Luego podré decirme: “Amigo, tienes muchas provisiones en reserva para muchos años: descansa, come, bebe y date a la buena vida”.
Pero Dios le dijo: -Insensato, esta misma noche te van a reclamar la vida. Lo que tienes preparado, ¿para quién va a ser? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y no es rico para con Dios.
Textos antiguos, pero actuales.
En la tragedia “Antígona”, de Sófocles, aparecen estos magistrales versos:
“Nada existe en el mundo más destructivo y más devastador que el dinero. Por dinero suceden las guerras más feroces y sangrientas, las que devastan la tierra y dejan a la gente sin hogar y las sumergen en la destrucción. El dinero es lo que contamina con su inmundicia de vergüenza las almas más puras y vírgenes y, posteriormente, las elimina. El dinero ha obligado a la gente a ser astutos e impertinentes; y los que se vendieron por dinero para emprender las acciones más vulgares y vergonzosas, sólo pueden esperar pagar por todo el daño ocasionado”
En la novela histórica “Memorias de Adriano”, Margarita Yourcenar pone en boca de Adriano estas palabras: “Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres… Acabé con el escándalo de las tierras dejadas en barbecho por los grandes propietarios indiferentes al bien público; a partir de ahora, todo campo cultivado durante cinco años pertenece al agricultor que se encargue de aprovecharlo… La mayoría de nuestros ricos hacen enormes donaciones al Estado, a las instituciones públicas y al príncipe. Muchos lo hacen por interés, algunos por virtud y casi todos siguen ganando con ello. Pero yo hubiese querido que su generosidad no asumiera la forma de la limosna ostentosa, y que aprendieran a aumentar sensatamente sus bienes en interés de la comunidad, así como hasta hoy lo han hecho para enriquecer a sus hijos. Guiado por este principio, tomé en mano propia la gestión del dominio imperial; nadie tiene derecho a tratar la tierra como trata el avaro su hucha llena de oro”. Textos tan antiguos…, pero qué actuales.
El peligro del dinero.
En la base de esta práctica de abuso y codicia de los ricos está el inagotable deseo de acaparar, fruto de la más feroz insolidaridad, del más salvaje egoísmo. El dinero es demasiado peligroso para quien se deja caer en sus redes; hace inhumano a sus rehenes, endurece el corazón y cierra los ojos de sus poseedores que consideran al pobre producto de la holgazanería.
El dinero en cuanto acumulado, esto es, el capital, se hace, sin duda, a base de injusticia. Ya lo decía el profeta Amós dirigiéndose a los ricos comerciantes de Samaría: “Escuchad esto los que exprimís a los pobres y arruináis a los indigentes, pensando: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo? Para encoger la medida, aumentar el precio y usar la balanza con trampa, para comprar por dinero al desvalido y al pobre por un par de sandalias. Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que han hecho” (Am 8,4‑ 7).
También las palabras de Jeremías contra la injusticia eran tajantes: “Hay en mi pueblo criminales que ponen trampas como cazadores y cavan fosas para cazar hombres: sus casas están llenas de fraudes como una cesta está llena de pájaros, así es como medran y se enriquecen, engordan y prosperan; rebosan de malas acciones, se despreocupan del derecho, no defienden la causa del huérfano, ni sentencian a favor de los pobres” (Jer 5,26‑28). En otro lugar el profeta había sentenciado: “Perdiz que empolla huevos que no puso es quien amasa riquezas injustas: a la mitad de la vida lo abandonan y él termina hecho un necio” (Jer 17,11). Contra Jeremías hay que decir, lamentablemente, que no siempre sucede así. Su sentencia es más deseo de justicia inalcanzable que realidad constatada.
La parábola del rico necio.
El evangelio no es menos duro con los ricos como puede verse en la “parábola del rico necio” que se lee hoy en la liturgia.
Esta parábola se abre con una disputa entre dos hermanos acerca de la herencia. Uno quiere quedarse con toda la herencia. A gran escala esto es lo que sucedía en tiempos de Jesús y sucede todavía en nuestro mundo: un puñado de ricos y unos pocos países se han quedado con los bienes de la tierra que pertenecen a todos. El motor de la acción del hermano, al igual que el de los ricos o el de los países ricos, es la codicia o el apego al dinero, que los lleva a cometer la injusticia de no compartir la herencia común.
A la demanda del hermano de convertir a Jesús en juez o árbitro entre ambos, Jesús elude intervenir: “Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?“. Y añade: “Mirad, guardaos de toda codicia, que, aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes”.
Esas palabras de Jesús se dirigen a todos; con ellas establece un principio general que no conviene olvidar: la vida, que es don de Dios, es el valor supremo; la economía, el mercado, el dinero o los bienes deben estar al servicio de la vida. La codicia pone en peligro la vida del hermano, al privarlo de lo que le pertenece en justicia.
La parábola paso a paso.
El protagonista de la parábola es un hombre inmensamente rico: tiene tierras y una gran cosecha que viene a aumentar su riqueza. La cuestión gira en torno a cómo dispondrá de esta cosecha abundante, porque las riquezas son una trampa en la que es difícil no caer hasta el punto de que quien no caiga será proclamado dichoso y digno de felicitación: “Dichoso el hombre que se conserva íntegro y no se pervierte por la riqueza”, sentencia el libro del Eclesiástico (31,8).
El rico podría deducir que aquella gran cosecha era una bendición de Dios, que debería servir no sólo para él, sino para remediar la necesidad y carencias de los pobres. Pero él no piensa nada más que en sí mismo y resuelve el problema de modo drástico: no solo no construye más graneros, añadiendo otros a los que ya tiene, sino que decide derribar los viejos y construir otros más grandes. El individualismo atroz de nuestra sociedad neoliberal se ve aquí claramente reflejado.
En principio, el rico parece sensato, pues lo que quiere es almacenar el grano para prevenir el futuro. Pero la parábola da un giro inesperado: “Luego podré decirme: -Amigo, tienes muchas provisiones en reserva para muchos años: descansa, como, bebe y date a la buena vida”. El rico, en sus planes de futuro, excluye a todo el que no sea él mismo. No piensa en nadie. La cosecha no es para él un don de Dios, que hay que compartir con los demás, sino algo para uso y consumo propio: “Mi grano, mis provisiones”, dice. Es curioso ver que en sus planes no entra la muerte, como entraba en la de los filósofos epicúreos, que invitaban a disfrutar de la vida precisamente porque la muerte viene antes o después, y acabará con todo. Parece que el rico se siente asegurado por muchos años, cree que esa cosecha es garantía de vida perdurable, un seguro de vida inagotable.
La intervención de Dios
“Pero Dios le dijo: –Insensato, esta misma noche te van a quitar la vida. Lo que tienes preparado, ¿para quién va a ser? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y no es rico para con Dios”.
No extraña que sea Dios mismo quien entre en acción en esta parábola, pues la cosecha era considerada, como hemos dicho, un don de Dios –milagroso, si era abundante-, y es Dios en persona quien se dirige al hombre con una frase que contrasta con las que ha pronunciado el rico: -El rico, hablando consigo mismo, se dice: “Amigo”, pero Dios lo llama: “Insensato”.
La intervención de Dios pone los puntos sobre las íes definitivamente. Representa la utopía de un mundo donde no haya gente de tal calaña. La cosecha es un don-milagro de Dios que debe servir para todos, como la sobreabundancia en tiempos de José en Egipto sirvió para remediar el hambre de toda la tierra. El rico intenta almacenar esa riqueza no para la comunidad, sino para sí mismo, para su seguridad y confort, como garantía de vida por muchos años.
Pero su propósito va a quedar incumplido, porque Dios le va a reclamar la vida: “-Insensato, esta misma noche te van a quitar la vida. Lo que tienes preparado, ¿para quién va a ser? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y no es rico para con Dios”.
Este final retórico de la parábola hace pensar que ahora la riqueza va a ser utilizada por aquellos a los que el rico debía haber hecho partícipes de la misma. ¡Ojalá sea así!, pensamos. Menos mal que la vida no se puede comprar, pues de lo contrario vivirían solo unos pocos.
Pero esta parábola no va dirigida solo a los ricos, vale para todos aquellos que, de uno u otro modo, se cierran a los demás y acaparan para sí mismos lo poco o mucho que tienen.
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