XIII Domingo del Tiempo Ordinario
Primera lectura: – 1 Re 19, 16b. 19-21.
Salmo 15.
Gálatas 5,1.13-18.
EVANGELIO
Lucas 9,51-62
No al fanatismo
26 de junio de 2022
Corozaín. Piedras basálticas.
Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.
Cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran a lo alto, también él resolvió ponerse en camino para encararse con Jerusalén. Envió mensajeros por delante; éstos entraron en una aldea de Samaria para preparar su llegada, pero se negaron a recibirlo, porque había resuelto ir a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le propusieron:
-Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y los aniquile (2 Re 1,10-12). Él se volvió y los increpó. Y se marcharon a otra aldea.
Mientras iban por el camino, le dijo uno:-Te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le respondió: -Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:-Sígueme. El respondió: -Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. Jesús le replicó: -Deja que los muertos entierren a sus propios muertos; tú vete a anunciar por ahí el reinado de Dios.
Otro le dijo: -Te seguiré, Señor, pero permíteme despedirme primero de mi familia. Jesús le contestó: -El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios.
Origen de la idea del infierno
La idea del infierno, con su fuego eterno, nació en las afueras de Jerusalén. En el valle Hinnón (o de la gehenna), hoy convertido en un paseo ajardinado, se encontraban los estercoleros de la ciudad. El humo perenne de la basura que allí se quemaba fue el trampolín para el nacimiento de la imagen de un infierno con fuego incombustible, el infierno de nuestros temores. Según 2Re 23,10 y Jr 7,31, este lugar, en el s. VIII a.C., fue escenario de sacrificios de niños o crematorio en honor del dios Moloc. Para la creencia popular judía, ahí tendría lugar el juicio final o castigo escatológico.
Con la amenaza del fuego eterno se arreglaba casi todo en la Iglesia católica hasta hace poco tiempo. A los mayores, desde pequeños, nos habituaron a este fuego del infierno; con él se nos asustaba y forzaba a pedir perdón por cualquier falta o pecado, a fin de no caer en ese terrible castigo, patentado por un Dios, antes que Padre, justiciero terrible.
Durante siglos, la religión católica estuvo reducida a salvar a los hombres de aquel fuego, como si se tratase de un servicio de bomberos o más terriblemente de un culto pagano a Plutón y a todos los habitantes del mundo subterráneo y oscuro, de las fuerzas del mal utilizadas políticamente para aterrorizar la conciencia. El dios romano Plutón era el señor de ese mundo inferior –de donde, infierno- al igual que lo era el dios Hades en la mitología griega. Pero, a diferencia de Hades, Plutón, cuyo nombre significa en castellano “riqueza”, era el dios de la riqueza, cuyo patrimonio no solo era el fruto de las cosechas de la tierra, sino también las gemas y metales que hay bajo esta. Plutón era el Dios de la muerte y gobernaba el inframundo, donde vivía de forma feroz y despiadada, impidiendo la salida a quienes pretendían escapar de los infiernos.
Miedo a la ciencia, a la razón y a la libertad
A base de oír hablar del fuego eterno, los católicos crecieron con el corazón encogido, le tomaron miedo a la ciencia, a la razón y a la libertad; tuvieron que dejar de pensar libremente y declinaron su responsabilidad en quienes, en nombre de Dios y en conciencia, dictaminaban el camino a seguir. Incluso, a partir del S. XVI y hasta el Concilio Vaticano II, la Iglesia tuvo prohibida la lectura de la Palabra de Dios contenida en la Biblia –semejante barbaridad-, por considerar que podía caer en malas interpretaciones conducentes a la herejía. Pero, sobre todo porque, tratándose de un libro sagrado, la jerarquía entendía que la Biblia debía ser leída y estudiada teniendo en cuenta la tradición y el magisterio de la Iglesia. La prohibición también se extendió no solo a leer la biblia, sino a traducirla a los idiomas vernáculos, lo que hacía más difícil el acceso a la Escritura para la mayoría de la gente. La Iglesia se mostró de este modo intransigente y fanática llegando a amenazar con la pena de muerte a quienes disentían de ella en cuestiones de dogma. “Santa Inquisición” llamaron a ese tribunal que tenía por finalidad acabar por la fuerza con todos los disidentes.
Históricamente se llegó incluso a recomendar la ignorancia como el mejor camino para no caer en herejías, como cantaba el poeta:
“¡Oh cuánta filosofía,
cuánta ciencia de gobierno,
retórica, geometría,
música y astrología,
camina para el infierno!”.
La ciencia, la razón, la investigación eran los mejores conductores hacia lo más profundo de un abismo donde el fuego quemaría -maravilla de maravillas- por siempre sin consumir.
Fanatismo e intolerancia
El fuego del infierno es, para mí, el signo del fanatismo e intolerancia en que hemos estado sumidos los católicos. Pecado social que arrastra desde siglos el catolicismo y del que solamente nos veremos libres a base de razón, ciencia, pérdida de dogmatismos, comprensión, pluralismo, aceptación del otro y respeto mutuo, o lo que es igual, a base de una buena dosis de democracia. Conscientes de que no hay nada más que un absoluto -Dios-, los católicos hubiéramos debido ser menos intransigentes y deberíamos haber relativizado toda verdad o comportamiento humano. Nada hay absoluto de tejas para abajo.
Fanatismo e intolerancia distan años luz del evangelio, exigente al máximo, pero no intransigente; que invita, pero no impone; que ofrece, pero no fuerza; que anima, pero no violenta.
Jesús de Nazaret cortó por lo sano los brotes de fanatismo de sus discípulos, Santiago y Juan, llamados hijos del trueno o truenos por su comportamiento violento y sus ansias de poder cuando le pidieron que cayese un rayo y acabase con unos samaritanos a los que había enviado para preparar alojamiento, pero que se negaron a recibirlo porque se dirigía a Jerusalén (Lc 9,51-53).
Los discípulos no aceptaban el fracaso del Mesías
Jesús se da cuenta de que los Doce, que él había elegido como los representantes del nuevo Israel, se negaban rotundamente a aceptar que el Mesías tuviese que fracasar, y ve llegado el momento de atajar el problema de cara, ya que de otro modo no logrará nunca hacerlos cambiar. El evangelista apunta: «Cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran» (9,5 la). Esta determinación temporal sirve para indicar la decisión que toma Jesús de emprender de inmediato un doble éxodo: el de salir de (que esto significa “éxodo”) o romper con la institución judía (lo que lo llevaría a la muerte) y el de subir al Padre (ascensión). De hecho, el término griego empleado por Lucas «Cuando se iban a cumplir los días de que se lo llevaran (lit. de su arrebatamiento) es un término técnico que se pone en relación tanto con la ascensión de Elías, de quien se dice que fue arrebatado al cielo (4Re [2Re LXX] 2,9.10.11; Eclo 48,9; 49,14; 1Mac 2,58) como con la ascensión de Jesús al cielo (Hch 1,2.11.22).
Los discípulos esperaban que Jesús siguiese en la línea de fanatismo del profeta Elías. Pero los tiempos del profeta Elías, para Jesús quedaban atrás. En modo alguno Jesús fulminaría a nadie, como Elías, profeta intransigente que fulminó con fuego del cielo y rayos a los enviados del rey (2 Re 1,10-12), o que degolló a los profetas de Baal, en nombre de Yahvé, Dios único, y soberano (1 Re 18).
Jesús se encara con la institución judía
Y uno se pregunta: ¿Por qué Jesús había decidido ir irrevocablemente a Jerusalén y por qué no recibieron aquellos samaritanos a los emisarios de Jesús? Tal vez la respuesta esté en que los emisarios de Jesús les presentaron a los samaritanos, que estaban a mal con los judíos, un Jesus que iba a Jerusalén como un mesías nacionalista, triunfante, inaceptable para los samaritanos, pero que no iba a enfrentarse con los dirigentes religiosos de la ciudad; de ahí el rechazo de estos. Cuando dice el evangelista que Jesús iba “irrevocablemente” a Jerusalén, se refería a esta ciudad en cuanto sagrada en la, en la que tenía su sede la institución judía del templo. Usando la palabra “irrevocablemente” el evangelista alude al profeta Ezequiel 21,7 donde se dice: “Por eso profetiza, hijo de hombre y planta cara a Jerusalén, fija la mirada contra su santuario y profetiza contra la tierra de Israel”. Jesús, como el profeta Ezequiel, toma la decisión irrevocable de encararse con la institución judía, pero no para quitar la vida a nadie, sino para darla, acabando con todo tipo de fanatismo.
Lo terrible del caso es que los católicos olvidamos durante siglos la enseñanza del Maestro nazareno: el aplastamiento de musulmanes y judíos, la colonización de América, la Inquisición con su calor de hogueras, la imagen de un “Santiago matamoros”, el principio de “fuera de la Iglesia no hay salvación”, la imposición de la fe por la fuerza a los indígenas y a los no católicos, la no aceptación de los colectivos LGTBI, en definitiva, la intransigencia y la intolerancia han configurado históricamente una España en la que ser católico y español eran una misma realidad.
Jesús increpa a sus discípulos
A la intervención de sus discípulos que le dicen: “-Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y los aniquile”, este se vuelve y los increpa, como solía hacer con los demonios, usando la misma palabra con la que se dirigía a estos (Lc 4,35.41 y 9,42). Sus discípulos, como los demonios, no aceptan el modo de ser mesías de Jesús; prefieren que se repita el castigo de Elías, concibiendo a Jesús como a un nuevo Elías, reformista violento. De hecho, están «poseídos» por una ideología que les impide actuar como personas sensatas: están repletos de odio, de intolerancia religiosa y de exaltación nacionalista. Jesús «se vuelve»: esto quiere decir que él no se había inmutado y que proseguía su camino, mientras que los discípulos se habían quedado atrás, esperando la venganza del Mesías contra aquellos samaritanos. El conjuro que les lanza debió ser sonado. «Y se marcharon a otra aldea» (9,56).
En Samaría, tres discípulos anónimos
A continuación, el evangelista presenta a tres personajes anónimos que se encuentran con Jesús en Samaría. Son los nuevos discípulos a los que Jesús les va a plantear tres exigencias radicales: 1) que sean capaces de dejar “casa” (“Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el hijo del hombre no tienen donde reclinar la cabeza), 2) padre (“Deja que los muertos entierren a su propios muertos; tu vete a anunciar por ahí el reinado de Dios”) y 3) familia (“El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios”).
Volver al evangelio dando un “no” al fanatismo.
Jesús no los quiere fanáticos, aferrados a una ideología intransigente, sino libres para anunciar el reinado de Dios, un reinado de personas libres, sin ataduras, donde no hay lugar para el fanatismo y la intransigencia. Es hora ya de volver los ojos al evangelio para acabar con tanto fanatismo histórico y cancelar para siempre tan triste y poco evangélico pasado, pues el fanatismo hace del mundo un infierno.
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