Un cerco de soledades

Domingo de la Trinidad

Primera lectura: Prov 8, 22-31
Salmo responsorial: Salmo 8

Segunda lectura: Rom 5,1-5

EVANGELIO
Juan 16,12-15

Un cerco de soledades

12 de junio de 2022

Cesarea del mar. Excavaciones.

Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.

Mucho me queda por deciros, pero no podéis con ello por el momento. Cuando llegue él, el Espíritu de la verdad, os irá guiando en la verdad toda, porque no ha­blará por su cuenta, sino que os comunicará cada cosa que le digan y os interpretará lo que vaya viniendo. El mani­festará mi gloria, porque, para daros la interpretación, to­mará de lo mío. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso he dicho que toma de lo mío para daros la interpretación­.

Los cielos te rodean por todas partes

“La tierra es para el ser humano una prisión toda su vida;

por eso te digo esta verdad:

Aunque corras, los cielos te rodean por todas partes;

intenta salir, a ver si puedes”.

Así se expresaba en la Edad Media Samuel Ha‑Nagid, poeta hispano‑ hebreo. La imagen está ya superada. Horizontal y verticalmente, el ser humano acorta distancias, suprime barreras por tierra, mar y aire. Incluso ha roto la “cárcel” del mundo para surcar los espacios siderales, para escapar y comunicar con otros mundos y galaxias.

Vuelos espaciales

Volar, su eterno sueño, se ha hecho monótona realidad. Muchos creen que, desde que Neil Armstrong dejó marcada su famosa huella sobre el suelo lunar el 20 de Julio de 1969, no se ha regresado más a nuestro satélite natural. Sin embargo, ya han sido 6 en total las misiones que han vuelto a la Luna y 12 astronautas pisaron también la superficie lunar. Pero la aventura espacial no terminó ahí, sino que aspiró a llegar más lejos todavía hasta que el 26 de noviembre de 2011 Estados Unidos lanzó el Curiosity, una misión espacial, dirigida por la NASA, con un astromóvil para la exploración marciana. Recientemente, el 14 de Mayo de 2021, también China alcanzó con éxito la órbita marciana. No hablemos ahora de los telescopios espaciales, tipo Hubble, que se han lanzado para otear planetas, estrellas, galaxias y otros cuerpos celestes hasta ahora desconocidos.

Pero, en esta era de la exploración espacial, se da una gran paradoja: el ser humano es capaz de colocar una nave en Marte, que está a 102 millones de kms. cuando este se encuentra en el punto más lejano del sol, o a 59 millones, si está en el perihelio, el punto más cercano.

“Ministerio de la soledad”

Sin embargo, llama la atención que los humanos distamos cada vez más unos de otros, de modo que el espacio de la soledad está tomando carta de ciudadanía en nuestro planeta. El ser humano, apiñado en las grandes ciudades, luchando por un palmo de terreno como entorno, se siente solitario y deambula por las márgenes de la neurosis, hasta el punto de que, en el gobierno del Reino Unido, se ha creó hace tiempo un “Ministerio de la soledad”.

Siquiatras y sicólogos son hoy más necesarios que nunca para corregir tanta soledad: incomunicación es el diagnóstico. Nacido para la relación, la apertura y el amor, el ser humano, con más frecuencia de lo que creemos, se debate entre soledades. En el año 2020, durante la pandemia, había en España 4.849.900 personas viviendo solas. De ellas, un 43,6 % tenían 65 o más años y, a partir de esa franja de edad, el 70,9 % (1.511.000) eran mujeres y el 44,1 % de las mujeres mayores de 85 años vivían solas frente al 24,2 % de los hombres. A esto se añade una cifra no despreciable de ancianos que son abandonados por sus hijos en las residencias u hospitales con el pretexto de que no pueden atenderlos porque el lugar donde viven es pequeño o porque tienen mucho trabajo y poco tiempo para su atención.

Proyecto “antisoledad”

Pero no fue así el proyecto de Dios según nos refiere el mito de la creación en el libro del Génesis o de los Orígenes, donde nada más crear Dios al hombre “el Señor Dios se dijo: ‘No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle el auxiliar que le corresponde’” (Gn 2,18). Y Dios se metió a cirujano para fabricar la primera mujer: “Entonces el Señor Dios echó sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y creció carne desde dentro. De la costilla que le había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Hembra, porque la han sacado del Hombre (Gn 2,21-23).

Y no contentos con ser dos, el hombre se unió a la Hembra, en relación de amor, y esta concibió un hijo: ya eran tres, de una sola carne (Gn 4,1). Como Dios –uno y trino- ya eran familia, relación de amor, fuerza creadora, comunicación y vida.

La tri-unidad de Dios

Que el Dios cristiano sea precisamente una unidad de tres, una “tri‑unidad” es algo que siempre ha resultado difícil de entender por más que los teólogos han buscado el modo de explicarlo. Hablaban del Dios fuente–arroyo‑río, del Dios raíz‑rama‑fruto, del Dios fuego – resplandor‑ calor… Les hubiera sido más fácil abrir las páginas del Nuevo Testamento y decir simplemente que Dios es plural: Padre, Hijo y Espíritu (Jn 16,12‑15), o lo que es igual, que es familia, comunicación, relación y amor, dejándose de tantas elucubraciones filosófico-teológicas sobre “naturaleza y personas en Dios”, válidas en otras épocas, pero ininteligibles para el hombre moderno que piensa en otras coordenadas.

Que Dios es una tri‑unidad es lo específico del Dios cristiano. A imagen de este, el hombre vio la existencia. Y al igual que Dios, el hombre también es plural, es relación, no se concibe ni solo, ni aislado. Cuando lo aislamos o lo incomunicamos, cuando lo marginamos vuelve a la nada, se desvanece, se derrumba, fenece.

Y es que el dogma de la Trinidad, tal y como lo han predicado, suena a “música celestial”. Es un misterio, se ha dicho; no hay quien lo entienda. Al fin y al cabo, por mucho que nos esforcemos, nunca vamos a poder desvelarlo. “Un sólo Dios y tres personas distintas. El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios; tres personas distintas y un solo Dios verdadero”.

Cuando para la mayoría de los cristianos, el misterio de la Trinidad está entre paréntesis, hablar de ella y de sus implicaciones en la vida ciudadana puede parecer el colmo de la paradoja. Es verdad que hay que decir abiertamente que las ideas que tenemos de Dios, por regla general, no son demasiado cristianas, pues se han infiltrado en el cristianismo cuando éste se sumergió en la cultura griega y, en el mejor de los casos, son herencia del judaísmo.

Para unos, Dios es “ese algo que mueve todo esto por ahí arriba”, el principio y fin de todo, lo del “motor inmóvil” de Aristóteles, o aquello de la “inteligencia creadora” que apunta Platón en el Filebo. Para otros, Dios es alguien, pero implacable, irascible, celoso, vengativo, justiciero, aguafiestas, tapa-huecos, inmóvil, impasible… Todas estas son imágenes de un Dios cancelado por Jesús hace veintiún siglos, porque Dios, según este, no es así.

Un Dios-“papá”

En primer lugar, Dios no es algo, sino alguien. Nos lo dijo Jesús: “Cuando oréis decid: Padre nuestro del cielo…” (en arameo, la lengua hablada de Jesús: “abbá” =papá). Que a Dios se le llamaba Padre estaba dicho y descubierto muchos siglos antes de Jesús. En oraciones sumerias como el Himno de Ur a Sin, dios lunar, el orante lo invoca como “Padre magnánimo y misericordioso en cuya mano está la vida de la nación entera”. Lo nuevo y provocativo es que Jesús le llame “abbá-papá”, con total familiaridad.

Dios, el Dios de Jesús, es ciertamente padre, pero, según Jesús, no es ni paternalista ni autoritario. Juan dice en su Evangelio: “El padre y yo somos una misma cosa” y Jesús dice a su Padre: “Yo sabía que siempre me escuchas (Jn 11,42)”. La primacía del Padre en la Trinidad no se ejerce en menosprecio o anulación del Hijo, sino con una autoridad que resulta paradójica: “El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos” (Jn 3,35). Confianza y entrega plena –ni paternalismo, ni autoritarismo, ni sumisión- es el clima de las relaciones entre Padre e Hijo.

Un Dios Hijo (dependiente)

Dios es también Hijo (palabra que proviene del latín “filius” y esta de “filum” = hilo). Dicho de otro modo, Dios es dependiente. En toda familia, el hijo depende al nacer de los padres, pero, para subsistir como persona, tiene que cortar el cordón umbilical. Dependencia originaria y autonomía consecuente. En nuestra sociedad se da con frecuencia un rechazo de la figura del padre por parte de los hijos, de la autoridad por parte de los gobernados, y ¿no será porque el padre –con abuso de autoridad- corta la aspiración del hijo y porque el hijo, con su anhelo de libertad, no reconoce su dependencia del padre? En la Trinidad divina no sucede así. El Hijo no rechaza al Padre. Es camino e imagen del mismo. “Quien me ve a mí está viendo al Padre”, Jn 14,19). No hay dominación sufrida por el Hijo, ni anarquía reivindicada en Jesús. Hay amor que lo iguala todo, gracias al Espíritu.

Un Dios Espíritu, amor

Dios, finalmente, es Espíritu. Como viento y fuego, calor, libertad, amor. Sin el Espíritu, la relación Padre-Hijo se convierte en tortura y martirio de frialdad y desamor.

Y aquí es donde la Trinidad se convierte en lección de vida ciudadana. El Dios de Jesús es familia, sinónimo de amor, comunicación, escucha, diálogo, libertad y calor de hogar.

Y si, como dice el libro del Génesis, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, tarea nuestra es hacer del mundo una familia, curiosa palabra esta que proviene etimológicamente del latín, famulus, término utilizado en la Antigua Roma para designar a los sirvientes. Y es que, tal vez, solo si nos convertimos en servidores de los demás podremos sentar las bases para hacer del mundo una familia, rompiendo este cerco de soledades que invade nuestro mundo.

¿Hacia una nueva imagen de Dios?

Otra cosa es si, en los tiempos que vienen, debamos mantener esta imagen arcaica de Dios, de un Dios trino y uno al mismo tiempo, concebida así en tiempos en los que se creía que Dios habitaba allá arriba en el cielo, sobre las nubes, que había creado el mundo en siete días, y que intervenía a la carta en el quehacer diario de los seres humanos, controlando todas y cada una de sus actuaciones.

Este dogma, al igual que otros viejos dogmas de la Iglesia, necesita una fuerte revisión y puesta al día. Nuestro mundo moderno dista del antiguo tanto o más de lo que dista el planeta Tierra de Marte. De un mundo agrícola hemos pasado a un mundo informatizado y digitalizado. Tras los descubrimientos de Copérnico, ratificados por Galileo Galilei, aquella antigua creencia en que Dios habitaba por encima del cielo, siendo la tierra el centro del universo, se vino abajo poniendo en solfa los presupuestos bíblicos.

Los dogmas del cristianismo, tal y como se han entendido tradicionalmente, ya no encajan en este nuevo mundo en el que la ciencia va haciendo perder terreno a Dios y a la fe tradicional, basada en una comprensión de la Biblia al pie de la letra. Con Newton no quedó ya lugar para un Dios exterior que interviniese de modo sobrenatural en la historia humana. Más tarde, los avances científicos han mostrado que las catástrofes naturales no son controladas por Dios y, de hecho, en la reciente pandemia y en la erupción del volcán de La Palma, hemos pensado más en los médicos o en los geofísicos que en una intervención punitiva divina. Después, con Darwin quedó demostrado que toda vida evolucionó a lo largo de miles de millones de años, originándose a partir de simples células, desmontando de este modo el viejo mito bíblico de la creación en siete días. Con Pasteur, médico francés, se comenzaron a entender lo que son los gérmenes, los virus, los tumores, etc. dando lugar a la moderna medicina que cambiaría la oración y el sacrificio por los antibióticos, la cirugía, la quimioterapia y otras técnicas médicas científicas, poniendo en cuestión esta idea de un “dios tapa-huecos” que cubre el espacio al que no llega la mente humana y a quien, cada vez, la ciencia le va quitando terreno o campo de actuación.

Y así podríamos seguir desgranando los pasos que la ciencia ha ido dando para desentrañar los secretos de la vida humana y del universo, y minando como en la torre de Babel el espacio tradicionalmente reservado a Dios. (Véase Freud con su nueva comprensión de la sique humana o Einstein con la teoría de la relatividad, y otros científicos que, por razones de espacio, no vamos a enumerar ahora).

Tal vez, una de las tareas de los seguidores de Jesús en el s. XXI será, en principio, empezar a repensar esta vieja imagen de Dios. Si el cristianismo ha de sobrevivir en nuestro tiempo y no quedarse en una religión petrificada del pasado, se deberá abrir a una nueva comprensión de lo divino que tenga sentido en este mundo tan distinto y tan distante de aquel en el que vivió Jesús. Tal vez, reformular la idea de Dios sea una de las tareas más apasionantes que tengan que llevar adelante los cristianos, para ayudar a comprender este mundo en el que Dios –entendido a la manera tradicional, como se muestra en la liturgia de las iglesias- se ha quedado casi sin espacio de actuación.

(Puede verse al respecto el sugerente artículo de John Shelby Spong, digno de debate, “Las doce tesis. Llamada a una nueva reforma” en www.servicioskoinonia.org/relat/436.htm)


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