Séptimo domingo de Pascua
Primera lectura: Hch 2, 1-11.
Salmo 103.
Segunda lectura: 1 Cor 12, 3b-7.12-13.
Evangelio de Juan 14,15-16.23b-26.
LECTURA COMENTADA
̶ Hechos de los Apóstoles, 2,1-11
El milagro de Pentecostés
05 de junio de 2022
Inscripción griega en la sinagoga de Hammat Tiberias.
Nota: Si prefieres oír el texto del comentario que sigue, haz click aquí.
Mientras iba transcurriendo el día de Pentecostés seguían todos juntos reunidos con un mismo propósito. De repente un ruido del cielo, como una violenta ráfaga de viento, resonó en toda la casa donde se encontraban, y vieron aparecer unas lenguas como de fuego que se repartían posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
Residían por aquel entonces en Jerusalén hombres devotos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Todos, desorientados y admirados, decían:
-¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que nosotros, partos, medos y elamitas, los oímos hablar cada uno en nuestra propia lengua nativa?; y nosotros, los residentes en Mesopotamia, en Judea y Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en la zona de Libia que confina con Cirene, y también los forasteros, romanos -tanto judíos como prosélitos-, cretenses y árabes, los oímos hablar cada uno en nuestras lenguas de las maravillas de Dios.
Babel, la Torre de la confusión
Para entender la fiesta de Pentecostés es necesario remontarse a un mito antiguo del libro del Génesis, capítulo 11, el de la Torre de Babel, que dice así: El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras y los descendientes de Noé, al emigrar de Oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar, y se establecieron allí…
Entonces se dijeron: -‘Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra’.
Pero el Señor Dios bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres, y se dijo: -‘Son un solo pueblo con una sola lengua. Si esto no es más que el comienzo de su actividad, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Vamos a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo’. Entonces el Señor los dispersó por la superficie de la tierra y dejaron de construir la ciudad, que se llama Babel porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó por la superficie de la tierra”.
Un Dios celoso del progreso humano
Babel (Bab-ili en lenguaje acadio) significa “puerta de Dios” y designa a la ciudad de Babilonia, símbolo de la humanidad, precursora de la cultura urbana. Una ciudad con una lengua y un proyecto común: “Hacer una torre y escalar el cielo, invadiendo el espacio de lo divino”. No debemos olvidar que, para los antiguos, Dios habitaba por encima de las nubes, sobre el firmamento, que le servía de tarima o estrado de sus pies.
Pues bien, según este viejo mito, el ser humano quiso ser como Dios (ya antes lo había intentado en el paraíso a nivel de pareja, comiendo del fruto del árbol prohibido; ahora, a nivel de polis-ciudad, a nivel político, sus gentes decidieron unirse para lograrlo). Pero el proyecto se frustró. Aquel Dios del Génesis, celoso del progreso humano, confundió (palabra que en hebreo se dice balal) las lenguas y dispersó desde allí a sus ciudadanos por la superficie de la tierra, poniendo fin a este proyecto urbano.
Tal vez, pienso yo, nunca existió aquel mundo uniformado; quizá fue sólo una tentadora aspiración de poder humano. Pero algo queda claro de este relato: las diferentes lenguas fueron el mayor obstáculo para la convivencia, haciendo imposible llevar a cabo un proyecto común; fueron el principio de confusión, dispersión y ruptura humana. El autor de la narración babélica no pensó en la riqueza de la pluralidad e interpretó el gesto divino como un castigo. Pero hizo constar, ya desde el principio, que Dios estaba por el pluralismo, diferenciando a los habitantes del globo por la lengua y dispersándolos.
Pentecostés: 50 días después de la resurrección
Muchos siglos después de escribirse esta narración del libro del Génesis leemos otra en los Hechos de los Apóstoles (2,1-13), que tuvo lugar el día de Pentecostés, fiesta de la siega, en la que los judíos recordaban el pacto de Dios con el pueblo en el monte Sinaí, “cincuenta” días (que esto significa Pentecostés) después de la salida o éxodo de Egipto.
En este caso, estaban reunidos los discípulos, “cincuenta días” después de la Resurrección (= que representa la salida o éxodo de Jesús al Padre) e iban a recoger el fruto de la siembra del Maestro: el Espíritu Santo. Y dice el libro de los Hechos que de repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como de fuego, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería… Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados porque cada uno los oía hablar en su propio idioma… de las maravillas de Dios.
La venida del Espíritu, el día de Pentecostés, se describe acompañada de sucesos, expresados como si se tratara de fenómenos sensibles: un ruido como de un viento recio, unas lenguas como de fuego que consume o acrisola, y se llenaron de Espíritu (= en hebreo, ruah: aire, aliento vital, respiración) Santo (= en griego, hagios, es decir, no terrenal, separado, divino).
¿Un relato histórico?
En seguida, los apóstoles comenzaron a hablar lenguas diferentes. Algunos han querido indicar con esta expresión que se trata de “ruidos extraños”; tal vez fuera así originariamente al estilo de las reuniones de carismáticos. Pero Lucas dice “lenguas diferentes”. Así como suena. Ciertamente no se trata de un relato histórico, sino de imágenes para expresar lo inefable de una experiencia de fe que no sabemos exactamente en qué consistió: la irrupción del Espíritu en medio de la casa-Iglesia naciente, que hace llegar a todos los presentes su mensaje, independientemente de la lengua que cada uno hable.
“Cada uno los oía hablar en su propio idioma”
Y aquí viene lo maravilloso: este Espíritu no era Espíritu de uniformidad, sino políglota, polifónico. Es Espíritu de concertación (del latín “concertare”: debatir, discutir, componer, pactar, acordar), Espíritu que pone de acuerdo a gente que habla lenguas diferentes y tiene puntos de vista distantes. A más lenguas, no vino, como en la primitiva Babel, más confusión, pues dice el libro de los Hechos que “cada uno los oía hablar en su propio idioma de las maravillas de Dios”. Dios hacía posible “el milagro de entenderse” no sólo “a pesar de”, sino “gracias a” las diferencias. Con Pentecostés se estrenó así una nueva Babel, la pretendida de Dios, lejos de uniformidades malsanas, un mundo plural, pero acorde, del que, por desgracias, estamos hoy tan lejanos.
Yo, personalmente, -y creo que muchos ciudadanos- anhelamos ardientemente un nuevo Pentecostés, aunque sea laico, para nuestro país y para el mundo. Este “viejo” mundo necesita una bocanada de “Espíritu”, esto es, de viento fresco, que renueve las relaciones a nivel individual, nacional e internacional, y que nos lleve a todos a entendernos, sin por ello tener que dejar cada uno de hablar su propia lengua, o perder su identidad.
No parece que vayan a ir los derroteros por ahí en los tiempos que se avecinan. Con frecuencia, la convivencia entre ciudadanos, miembros de la iglesia, partidos políticos o países se basa en viejos prejuicios hacia el otro que responden a una actitud inicial viciada: “Yo me opongo, ¿de qué se trata?”. Esta frase parece reflejar en muchos casos el panorama de las relaciones humanas. Lamentablemente, oposición antes de información, responder al otro antes de escucharlo, encasillamiento en vez de diálogo, división en lugar de concertación, deseo de dominar al otro a toda costa, al precio incluso de tratar como enemigo a quien, en realidad, es solo adversario.
¡Ojalá que llegue a nuestro mundo una ola de aire fresco –un golpe de “Espíritu” como el que describe el libro de los Hechos de los Apóstoles– que renueve el panorama tan enturbiado de las relaciones humanas a todos los niveles! Llama la atención que el evangelista Lucas insiste por tres veces en el hecho de oír: “Cada uno los oía hablar en su propio idioma” (versículos 6, 8 y 11). ¡Ojalá que venga un nuevo Pentecostés que abra nuestro mundo al entendimiento mutuo! Toda una utopía que hoy se presenta inalcanzable, pero a cuya consecución cada uno de nosotros debe aportar su granito de arena, con la finalidad de hacer posible el milagro de Pentecostés, que no es otro, sino el de oír al otro, como paso previo para entenderlo y comprenderlo.
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