En la festividad del Jueves Santo
Interior del Cenáculo. Jerusalén.
Nota: Para complementar el comentario, incluimos una conferencia sobre la Eucaristía, pronunciada hace muchos años, en la que se explica cómo hay que interpretar las palabras del Señor en la última cena. La conferencia se titula “La Eucaristía” y el conferenciante es Juan Mateos. Se encuentra en este enlace: https://www.dropbox.com/s/vb52d7ya0w959s9/LA%20EUCARISTIA.%20Conferencia.mp3?dl=0
De niño, el sacerdote de mi pueblo me enseñó lo que dice el catecismo: “Que el pan y el vino, mediante la palabras de consagración del sacerdote, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de modo que Cristo resucitado se hace presente en persona bajo la forma de pan y vino. Así, la sustancia del pan y del vino es transformada por el poder del Espíritu Santo en la substancia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Pero, al mismo tiempo, los “accidentes” o apariencia de pan y vino, se mantienen. De modo que lo que parece ser en todos los aspectos, pan y vino (a nivel de “accidentes” o atributos físicos, es decir, lo que puede ser visto, tocado, saboreado o medido), de hecho es ahora el Cuerpo y la Sangre de Cristo (a nivel de “substancia” o de la realidad más profunda). A esta mutación se le llamó “transubstanciación” o más recientemente “transignificación” o “transfinalización” en un intento de sustituir o actualizar el significado de “transubstanciación”.
Esta forma de entender la eucaristía comenzó en la Iglesia de modo uniforme hacia el s. X y se consolidó con el Concilio de Trento (s. XVI), que afirmó “la presencia real, verdadera y sustancial de Jesús en el pan y el vino eucarístico”. Y así se ha entendido hasta nuestros días basándose en una interpretación literal de las palabras de Jesús en la Última Cena según los evangelios sinópticos y Pablo, aunque con diferentes matices por parte de cada uno de ellos: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo… Tomad y bebed, esta es mi sangre”.
Entendidas al pie de la letra estas palabras e interpretadas a la luz del fenómeno de la “transubstanciación”, lo sucedido con el pan y el vino se presenta como un verdadero galimatías que desafía las leyes de la física a los ojos del pensamiento moderno. Que una frase pronunciada sobre un pedazo de pan o una copa de vino pueda convertir a este en un cuerpo humano –aunque no lo parezca- es una figura literaria propia de cuentos infantiles o de relatos mágicos. Claro que la Iglesia afirma que ese cambio no es obra de magia, sino de la intervención de Dios, y que esta intervención tiene lugar de manera infalible siempre que el sacerdote ordenado para ello (por cierto, siempre hombre, nunca mujer) pronuncie las palabras de la consagración. Se trata de un dogma que hay que creer a pie juntillas.
¿Se puede concluir esto de las palabas de Jesús sobre el pan y la copa en la Última Cena? podemos preguntarnos. Personalmente creo que esta interpretación tradicional parece estar muy lejos del significado originario y filológico de las palabras de Jesús aquella tarde.
El modo de entender la Cena del Señor como un recordatorio del sacrificio cruento en la cruz de Jesús, que se hace presente en las especies de pan y vino, se presenta a los ojos del creyente moderno como un verdadero galimatías, difícil de aceptar, según veíamos en el anterior comentario.
¿Cómo hemos de entender, entonces, las palabras de Jesús en la cena, tal y como aparecen en los tres evangelios (Mateo 26, 26-29 / Marcos 14, 22-25 / Lucas 22, 14-20) y en la primera Carta de Pablo a los Corintios (11,23-25)?
En primer lugar hay que decir que estos textos transmiten las palabras de Jesus en la Última Cena, aunque con matices diferentes. Mateo y Marcos van prácticamente al unísono; Lucas, por su parte, habla de dos copas: una antes, y otra, después de cenar. Sin embargo, la orden o recomendación de Jesús “Haced lo mismo en memoria mía” es exclusiva de Pablo y aparece dos veces: una, después del pan; y otra, tras la copa. Los tres evangelistas coinciden en relacionar la copa de vino con la sangre de la Nueva Alianza, derramada por todos los hombres (literalmente “por muchos” (expresión aramea con la que se expresa la totalidad discreta, esto es, “por todos y cada uno de vosotros”). Curiosamente llama la atención que el evangelista Juan no transmita estas palabras de Jesús en la Cena y, en su lugar, ponga la escena del Lavatorio de los pies (Jn 13,1-15). Con anterioridad, este evangelista, en el capítulo 6, tiene un largo discurso sobre “El pan de vida”, tras el reparto de los panes (mal llamado “multiplicación de los panes”) en el que invita “a comer la carne del Hijo del Hombre y a beber su sangre”…, “porque su carne es verdadera comida y su sangre, verdadera bebida” (Jn 6, 53.55).
Pues bien, para entender las palabras de Jesús en la Cena o el Discurso del pan de vida en Juan es necesario saber lo que, en su época y en la cultura hebrea, significaban tres palabras clave que aparecen en estos textos, a saber: “cuerpo” (en griego sôma), “sangre” (en griego haîma) y “carne” (en griego sarx).
Veámoslas una a una:
Cuerpo.
Tanto en hebreo como en griego, con la palabra griega sôma, que traducimos por “cuerpo”, se designa a la persona humana en su totalidad. Este significado de la palabra “cuerpo” existía ya en Grecia en el s. V a. C. Fue más tarde, cuando surgió, por influjo de Platón, la idea del “cuerpo mortal” como distinto del “alma inmortal”. Pero la invención del alma no es originaria de la cultura hebrea, aunque en el Antiguo Testamento, por influjo del helenismo, aparece ya en el libro de la Sabiduría (Sab 9,15).
Para un semita, se puede decir que el ser humano “no tiene cuerpo”, sino que “es cuerpo”, o lo que es igual, “un individuo, sujeto y objeto de actividad y de comunicación, capaz de acción y relación”. Para los hebreos no hay existencia humana “sin cuerpo”, ni siquiera después de la muerte, aunque, según Pablo, el cuerpo futuro no será animal, es decir, no “de carne y sangre” (expresión que equivale en castellano a la nuestra “de carne y hueso”, 1 Cor 15,50), sino espiritual (1 Cor 15,44.46). Por poner un ejemplo, en Mt 27,52 se dice que “muchos cuerpos de santos que habían muerto, resucitaron”. Evidentemente que no se trata solo del cuerpo físico, sino de personas muertas de las que se dice que volvieron a la vida.
Por esto si entendemos por sôma lo que nosotros entendemos hoy por “cuerpo” podemos caer en malos entendidos.
Sangre.
Si cuerpo significa para un hebreo “el ser humano en cuanto individuo, sujeto y objeto de actividad y de comunicación, capaz de acción y relación”, con la palabra griega haîma, que traducimos por “sangre”, en la mentalidad semita y en su acepción principal, no se indica el líquido rojo que circula por las venas y arterias, sino la persona en cuanto sometida a una muerte violenta.
Carne
Al igual que cuerpo y sangre, también “carne” (en griego sarx) significa algo muy distinto a lo que entendemos por “carne” en nuestra lengua, donde tiene un sentido obvio de “masa muscular”, comestible (si se trata de carne de animales); en sentido moral, la palabra “carne”, en las cartas de Pablo, alude, con frecuencia, a algo de tipo sexual, que podemos designar como “los bajos instintos”. Es verdad que, en el Antiguo Testamento, a veces esta palabra se refiere a la carne del hombre o de los animales; sin embargo, en su acepción principal, la carne no es uno de los componentes del ser humano, pues el ser humano en su esencia “es carne” (para los griegos, “tiene carne”).
Con la palabra “carne (sarx)” se designa “al ser humano en su totalidad, pero en cuanto débil, transitorio, vulnerable, sujeto a la enfermedad, al miedo y a la muerte” (Sal 78,39). Así en Is 40,6 se dice: “Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre”. “Toda carne” designa a toda la humanidad en cuanto mortal, a todos y cada uno de los seres humanos…
En síntesis podemos decir que las tres palabras designan a la persona en su totalidad, pero bajo diversos aspectos:
El “cuerpo” (en griego sôma), a la persona en cuanto sujeto y objeto de actividad y de comunicación, capaz de acción y relación; la “sangre” (en griego, haîma), la persona en cuanto entregada a la muerte violenta y la “carne” (en griego, sarx), la persona en cuanto vulnerable, sujeta a la enfermedad y a la muerte.
Ahora tal vez estamos en condiciones de entender el alcance de lo que dijo e hizo Jesús en la Última Cena y el Discurso sobre el pan de vida en el Evangelio de Juan.
Veámoslo brevemente.
Dice el evangelista que “mientras, Jesús cogió un pan, pronunció una bendición y lo partió; luego lo dio a sus discípulos, diciendo: -Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Y cogiendo una copa, pronunció una acción de gracias y se la pasó, diciendo: -Bebed todos de ella, pues esto es la sangre de la alianza mía, que se derrama por todos para el perdón de los pecados (Mt 26,26-27).
La escena tiene lugar en el contexto de una comida solemne –de una mesa compartida- en la que Jesús, como solía hacer el padre de familia antes de cenar- pronuncia una bendición, parte el pan -alimento indispensable para la vida- y lo da a sus discípulos. El pan, por lo demás, en la cultura judía, era símbolo de la Ley, verdadero alimento del pueblo.
Al identificar el pan con su cuerpo, esto es, con su persona y su actividad, y el vino con su sangre, esto es, con su persona en cuanto entregada a la muerte violenta, Jesús sustituye la antigua Ley, la antigua Alianza, por la suya, que debe ser, a partir de ahora, la norma de vida del discípulo o seguidor de Jesús. Con estas palabras, Jesús invita a los discípulos a comer el pan y beber el vino, o lo que es lo mismo, a asimilarse a su persona y actividad o estilo de vida que le llevó, como consecuencia, hasta la muerte violenta en cruz. Al dar Jesús este pan a los discípulos, simboliza con ello su entrega a ellos por amor; ellos, a su vez, deberán entregarse a todos en el pan que repartan.
Tradicionalmente se ha entendido que lo que Jesús hace, al pronunciar estas palabras, es “consagrar el pan y el vino”, convirtiéndolos en su Cuerpo y Sangre, de modo que, a partir de ese momento, ya no son pan y vino (aunque lo aparenten), sino el cuerpo y la sangre de Cristo.
Sin embargo, creo que esto no lo debemos entender así, al pie de la letra, como no se entienden tampoco al pie de la letra expresiones similares que aparecen en el evangelio. Por ejemplo, cuando después de la parábola de la cizaña y el trigo, Jesús dice: El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los secuaces del Malo; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin de esta edad; los segadores, los ángeles (Mt 13,37-39). En estos casos, hay que entender que el que siembra la buena semilla en la parábola “no es”, sino que “representa” al Hijo del Hombre; el campo “no es” sino que “representa” el mundo, etc… O cuando Jesús dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), en modo debemos entenderlo en sentido obvio, sino figurado, o cuando, dirigiéndose a los discípulos les dice: Vosotros sois sal de la tierra (Mt 15,13) y la luz del mundo (Mt 15,14), queriendo decir con ello que deben cumplir en el mundo la misma función que tiene la luz que ilumina a todos o la sal que condimenta los alimentos haciendo agradable y gustosa su ingestión.
De modo que la frase de Jesús de “Esto es mi cuerpo” equivale a decir: “Esto representa mi persona y mi actividad”. Y al decir “Esta es mi sangre”, indica que el vino “representa” a su persona en cuanto dispuesta a ser entregada a una muerte violenta.
Pablo completa estas palabras al pan y a la copa con una orden: “Haced lo mismo en memoria mía”, donde “lo mismo”, según esta interpretación, no es “convertir el pan y el vino en su cuerpo y su sangre”, sino asimilarse a Jesus, a su actividad o estilo de vida, estando dispuestos incluso a entregar la vida por los demás.
El evangelista Juan, curiosamente, no refiere las palabras de Jesús en la cena, pero en el Discurso del pan de vida dice:
53 Pues sí, os lo aseguro: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. 54 Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida definitiva y yo lo resucitaré el último día, 55 porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. 56 Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él; 57 como a mí me envió el Padre que vive y, así, yo vivo por el Padre, también aquel que me come vivirá por mí. 58 Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron; quien come pan de éste vivirá para siempre.
Atendiendo al significado que hemos dado de “carne y sangre” este texto no puede entenderse tampoco como un acto real de comer su carne y beber su sangre (lo que sería “antropofagia”; de esto acusaban a los cristianos en los primeros siglos), sino simbólico, equivalente a asimilar su persona y actividad o estilo de vida (“comer mi carne”) y su disposición de entrega a los demás hasta la muerte, si es necesario (“beber mi sangre”).
Juan, como se ha dicho antes, no transmite las palabras de Jesús en la Cena, sino que, en su lugar, sitúa el Lavatorio de los pies, indicando con ello que la misión principal del seguidor de Jesús es ponerse al servicio de los demás, hacerse siervos, como Jesús.
Tal vez hayamos ido demasiado lejos en la iglesia con la interpretación tradicional de la eucaristía como “la consagración o conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo” o “transubstanciación”.
De todos modos, algo queda claro: cuando los seguidores de Jesús se reúnen para recordar la cena del Señor, con este compromiso de asimilarse a Jesús y estar dispuestos a servir hasta la muerte, Jesús se hace presente en esa comunidad.
Pablo critica las reuniones de los cristianos de Corinto en las que no se daba esta actitud de partir y repartir el pan entre todos y descalifica aquellas eucaristías con estas palabras:
1Cor 15, 20 Además, cuando tenéis una reunión, os resulta imposible comer la cena del Señor, 21 pues cada uno se adelanta a comerse su propia cena, y mientras uno pasa hambre, el otro está borracho. 22 ¿Será que no tenéis casas para comer y beber?, o ¿es que tenéis en poco a la asamblea de Dios y queréis abochornar a los que no tienen? ¿Qué queréis que os diga?, ¿que os felicite? Por esto no os felicito.
Impresiona visitar las iglesias en la misa dominical y comprobar la diversidad de clases sociales que alojan. Todas tienen cabida en ellas, sin que se les exija gran cosa a cambio. El rico entra rico, y el pobre, si entra, sale igual. En circunstancias similares a las que concurren en muchas misas dominicales, Pablo dijo a los miembros de la comunidad de Corinto: “Es imposible comer así la cena del Señor”. Dicho de otro modo, “así no vale la misa” (palabra, por lo demás inapropiada para designar la Eucaristía), pues la cena del Señor iguala a todos los comensales en la vida, y comer el pan en memoria de Jesús exige, como condición para la validez, el compromiso de partir, repartir y compartir lo que se tiene con los demás.
Termino con esto mi comentario, más largo de lo habitual, en el que he expuesto dos formas de entender la Eucaristía: una, la primera, muy antigua, reflejada en los evangelios y Pablo; otra, que se consolidó a partir del s. X y se consagró hasta hoy con el Concilio de Trento (s. XVI). Cada uno puede elegir la que prefiera; yo, me quedo con la primera.
Nota:
Para escribir este comentario me han servido, entre otros, el libro de Juan Mateos y Fernando Camacho, Evangelio, figuras y símbolos (recientemente reimpreso por la editorial Herder), así como el comentario de los textos de otro libro suyo, El Nuevo Testamento, editado por Ediciones Cristiandad el año 1987). De todos modos, dada la brevedad de estos comentarios, se han quedado en el tintero muchos detalles, que darían lugar a unos pocos comentarios más, por lo menos, sobre el mismo tema.
Como complemento de este texto puede oírse el audio-conferencia de Juan Mateos, traductor de la Nueva Biblia Española y autor de numerosos libros en torno a los evangelios, pronunciada hace muchos años, en el que se explica el significado profundo de la Eucaristía.
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